DE DON JUSTO Y SU AMIGO CÁNDIDO RODRÍGUEZ

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“Ahorita saco a don Justo de su cama”, decía cada tanto el bribón del tío Pancho Aispuro, con su sonrisa socarrona tras arrimar la vieja camioneta del abuelo don Benino o su primer auto (el Avispón Verde, le decíamos por su color, como a uno de los rivales de Batman en los cómics de antaño) y poner en el estéreo una canción a todo volumen.

Estábamos parados frente a la casa de don Justo Medina, en el estadio de Bachigualatito,  que se conservaba limpio y plano gracias al equipo de béisbol de los “Quequis” Samaniego, los hijos de doña Juanita Quintero.

Don Justo, todos lo saben, fue con su familia el primer poblador del rancho.

En 1948, se vino la rancherada desde Las Higueras, en Sanalona, desalojada por los soldados para llenar la presa, y vagaron desde el predio La Palma en Campo Gobierno, donde ya estaban sus vecinos de El Tapacal y Las Cupías, hasta Campo Estrella -donde tenían asignado sus nuevos terrenos-, pero con argucias de los terratenientes Dablantes fueron despojados, y se vinieron a este lado, a invadirle tierras a los de Bachigualato.

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Aquí estaba ya don Justo Medina,  quien vivía con su familia en un chiname que tenía donde hoy está la dirección de la escuela primaria, abajo de aquel guamuchilón donde años después mataron en un estúpido accidente a Don Joaquín Mendoza, hijo de don Juan Mendoza, y hermano del tío don Beto Mendoza.

Esos días, todo esto era un montal donde se criaban vacas. Mezquites, guamúchiles, gatuños, nanchis, puro monte.

Al otro lado de lo que después sería el canalón, y que por entonces era un canalito, tenía su cabaña un terrible bandido, llamado el “Chicón” Ochoa Zazueta. Buscado por el gobierno pero sin ganas de encontrarlo.

Vivía justo donde vivió después don Edmundo Zazueta (no eran parientes, que yo sepa).

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Don Justo tuvo el más grande criadero de chivos que se haya visto en todos estos rumbos.

Más de 500 chivos en un largo corral de lata parada, a un lado de la calle principal, frente al estadio.

Vendían en el Mercadito unos quesos de leche de chiva como nunca volveré a probar.

Para criarlos, sus hijos Juan, Gamaliel y Otoniel recorrían drenes y terrenos baldíos con desesperación, porque los ejidatarios se quejaban mucho cuando se metían a hacer destrozos en sus sembradíos.

Lo curioso era que ninguno de esos 500 chivos por los que tanto batallaban eran suyos. Aunque llevaban comisión.

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Don Justo era de Otatillos, Badiraguato. Fue gambusino, trasquilando el oro de en las arenas que manaban entre los arroyos, desde las montañas más altas.

Azares del destino o el ciego afán de sobrevivir, lo jalaron a la costa, donde cuidaba unos terrenos de don José Pérez Parra, allá por rumbo de La Compuertona.

Era su esposa doña Herculana Uriarte, una dama alta y huesuda que veía yo pasar cada día frente a mi casa, por la calle principal,  envuelta en su oscuro rebozo, con sus faldas largas y blusas con mangas hasta la muñeca que ella misma se confeccionaba, con su carita flaca, el pelo canucio y lacio, su mirada recia pero algo esquiva.

Yo la recuerdo muy bien.

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Mi tío Pancho era muy diferente de esa gente nacida y crecida a chingadazos duros  ¡pero duros!

Fue el hijo varón menor de mi tata don Benino.

De una familia en la que mangoneaban las hermanas y en la que la reina madre era doña Teódula, la abuela.

Ellos tuvieron cuatro hijos varones después de varias hijas mayores y dos o tres menores.

Todas muy bonitas. Y casi todas queriendo siempre decir a los hombres qué mujer les convenía, y haciendo hasta lo imposible por conseguirles a la más digna.

El tío Pancho cayó en esa trampa y se le vino el mundo encima con las hermanas y la abuela cuando se “robó” a la prima Socorro, la “Choco”. Otra Godoy en la familia años después de que mi padre y otro hermano se habían ya robado a dos de ellas.

Tras concebir con Choco a tres hijos a mediados de los 70, mi tío se arrejuntó a finales con otra de la que no queda ni el recuerdo, y a mi tío Pancho lo mataron un mediodía de abril de 1982, frente a la tienda de los “Cuates” Aispuro, allí en el Puente.

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Fue por aquellos años, antes de que lo mataran en aquel otro estúpido accidente, que el querido tío Pancho, orgullo y gloria del clan de los Aispuro, después de una semana de trabajo en los arrozales o en los corrales, se iba los domingos a tomar cervezas Pacífico, de las que no hacen cruda, junto con su clica o su parentela, sobrinos incluidos, para quienes era el ejemplo.

 –¿Quieren que saque a don Justo de su cama?-  decía cada tanto con su sonrisota bajo el ancho bigote de aguacero.

Y entonces ponía a tocar en el estéreo de 8 tracks de su camioneta de redilas o en otro más moderno,  a todo volumen, el “Corrido de Cándido Rodríguez”, ese valiente guardia rural de los años 40 al que emboscaron en una fiesta en Copalquín, Durango, mientras la banda de Otatillos tocaba “Catarino y los rurales”.

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Don Justo era de costumbres viejas y se dormía en cuanto oscurecía, aún años después de que la llegada de la electricidad metiera en el olvido a aquel rancho sin luz de nuestros ayeres.

Y el tío Pancho le repetía la canción una y otra vez hasta que una sombra se movía bajo la vieja enramada y… ¡ahí viene don Justo Medina!, levantado a deshoras de su cama, para tomarse alguna cerveza y repetir:

–Es que Cándido Rodríguez era mi compadre…

Y luego se ponía a narrar sus andanzas junto a aquel pobre hombre al que, sin buscarla ni temerla, acribillaron a la mala hasta que cayó “sobre una trinchera”, como llamaban a esos muros de piedra con que cercaban los patios y corrales.

Fueron los días en que…

“Con los tiros, en la sierra

los pinos se oían llorar”…

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