AQUEL CULIACÁN FESTIVO, ARRABALERO Y POPULAR

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Por Gilberto López Alanís

  • Un lustro que va de 1905 a 1910 repleto de situaciones y anecdotarios de la vida cotidiana de Culiacán, en su vertiente vaga y divertida. 

Fueron famosas las fiestas de Tierra Blanca, pueblo al norte de la ciudad, dedicadas al santo patrono de San Antonio de Padua, el llamado obrador de prodigios, que era muy astuto para predicar, destacándose como el primer conferencista en teología y quien fuera colega de San Francisco; San Antonio, el santo patrono a quien se invoca para hallar objetos perdidos, lo sigue siendo también de las mujeres estériles y de las que buscan novio, llegando estas últimas, en su desesperado ardor, a voltearlo de cabeza para que, con ese martirio, el pobre santo les consiga el galán añorado.

Pero también fueron famosas estas fiestas terroblanquinas por los lances a duelo personal entre los valientes del lugar y los serranos, no faltando los de otros pueblos cercanos como Mojolo, Paredones, Bacurimí, Tepuche, Imala y los vecinos de los pequeños ranchos de los alrededores.

Por lo regular eran cuestiones de celos, ya que les gustaba bailar con las bellas de la localidad, acompañados de los fierros, luciendo las puntas brillantes de los verdugillos, en una clara reminiscencia española de corte toledana; otros portaban truchas y machetes que los identificaban como peones de los ingenios, o campesinos temporaleros, que andaban siempre en el desmonte. Los más urbanos, vecinos e los barrios de Culiacán, usaban navajas, mientras que algún desesperado lucía algún trinche. Lo importante era no presentarse desarmado. El arma blanca fue parte importante de la cultura mestiza. Los duelos con esta arma fueron una práctica común y evento espectacular de intensidades vitales, que llegaron al género del corrido en el medio rural de la provincia mexicana.

En el año de 1905 hubo abundantes lluvias y lo crecido del río no impidió la celebración de las fiestas antonianas que empezaban el 11 de junio y terminaban el 13, el mero día del santo patrono, con la consabida presencia de los genízaros o las guardias rurales, que recogían un arsenal en cada baile. No faltaban las carreras de caballos y al grito de ¡uno, dos, tres, Santiago! salían disparados los briosos corceles hechos la mocha con los flacuchos jinetes; en este 1905 que estamos comentando, rifaron “El Arroz” y “Media Noche” de Navolato.

1905 fue un año sumamente conflictivo, pues el precio internacional de la plata bajó considerablemente y el peso mexicano sufrió una devaluación del 50% con respecto al dólar. La neoliberalidad porfiriana hegemonizada por el ministro de hacienda, Joaquín Yves Limantour Marquet, supo que la especulación en los mercados de las materias primas y de las inversiones ya eran parte del sistema financiero.

Porfirio Díaz sólo pudo aguantar 6 años más para que se le derrumbara el aparato de poder y llegaran la plebada de barbaros del noroeste con su cauda de innovaciones, a conquistar el México decimonónico de levita, calesa y ferrocarril.

En este 1905 florecieron los rateros como una tremenda plaga, sobre todo en la Plazuela Rosales y la Constitución, esta última hoy conocida con el nombre del caudillo de los 8,000 kilómetros de campaña revolucionaria, el general Álvaro Obregón.

Los amantes de lo ajeno se refugiaron en los prostíbulos y billares. Robaron en boticas, comercios y domicilios particulares, como las residencias de los Redo, los Zambada y los Zazueta. Mención especial mereció el ratero conocido como “El Cananea”, por sus habilidades y persistente constancia en el arte del dos de bastos.

Las orquestas de Sabino Escobar, Feliciano López y algunos acordeones salían de gallo a dar serenatas, siguiéndose de frente en una francachela interminable, hasta llegar hechos un fiasco a sus casas; uno que otro amanecido, con el sol ya muy alto y todavía con la aviada, deambulaba por las calles de la ciudad recitando incoherencias, hasta que algún compadecido lo introducía a las sombras o tendajones del mercado para devorar un menudo para curar la cruel y espantosa resaca: cruda se le denomina por estas tierras.

Los consumos etílicos de la época eran muy radicales. Los mezcales, los guarapos y los changuirongos, que junto con el local whisky “Kentoqui” de los Redo, hacían estragos en los bebedores contumaces de aquellos tiempos. Por eso fueron famosas las boticas y las cantinas como medio de reanimar a tan sufridos ciudadanos de incipiente clase media.

Dos o tres bandas se disputaban los espacios públicos para ofrecer audiciones. El director y los filarmónicos de la Banda de la Escuela Industrial y Militar –ya conocida como de Los Azulitos– se quejaron porque el estirado ayuntamiento no les alumbraba convenientemente la Plaza de Armas Constitución, cuando ellos participaban, pero si lo hacían junto con otros grupos musicales de más caché en la localidad. Y es que las artes siempre han estado sujetas a las diferencias sociales. Hoy existen arquitectos diocesanos, otros de asociación cívica profesional, algunos más de servicio social universitario, sólo para señalar un caso de estratificación cultural y social en esta disciplina.

Aparte de la plaga de rateros que azotó la ciudad, hubo una de perros, lo que obligó a la policía a emprender una campaña de envenenamiento y, en un sólo día, 48 canes pasaron a mejor vida. Pero esto no fue bien visto por la población de escasos recursos, pues el perro siempre ha sido parte importante de los hogares de Culiacán, por lo que el mote de cuicos mata perros se hizo lugar común en la ciudad.

 Ya existían los striker, esos bañistas desnudos del río Tamazula que hacían musarañas a las viejas gasmochas que se asomaban con la esperanza de sólo ver; y se quejaron por las soeces manifestaciones de la plebada, desde la otra banda.

Siempre existe la necesidad de llamar la atención para que el público demande ciertos productos o asista a ciertos espectáculos, por ello, en 1905, una bola de fingidos apaches apareció de repente corriendo por las calles del Comercio (hoy Ángel Flores) y Rosales, lanzando estridentes gritos con ademanes y contorsiones que alarmaron a la población; pero todo quedó en claro: era un circo que en esa forma anunciaba su pronta presencia. Sin embargo a cierto columnista del periódico El Mefistófeles, aquello le pareció como de mal gusto para una “ciudad culta como Culiacán”, recomendando que esa forma de promoción se hiciera en los ranchos y lugares apartados de la misma. Los promotores desdeñaron a los cultos y la apacheria siguió saliendo a las calles, recordándoles a los gachupines culichis los cruentos sucesos del siglo XVII en Culiacán.

Como llovió mucho aparecieron unas hojas volantes con “las mañanitas de los inundados” y otra para una moza coqueta llamada “Guillermina Vega”; estas hojitas tuvieron mucha demanda y merecieron ambas una segunda edición. Rivalizó esta inspiración popular con la de algún bate local, que hurtó versos de poesía sudamericana y que quiso presentarlos como de luz propia, cosa que sigue sucediendo: hace algunos años pasó algo similar, cuando algunos noveles poetastros culichis fueron descubiertos por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, regresándoles sus “producciones” y sacándolos a balcón. Es tanto el desespero por parecer, que a veces se olvidan de ser.

Hoy las corridas de toros conservan algún trapío y una formalidad debido al profesionalismo de la fiesta, pero en 1905, extraña, rara y chusca fue la corrida de toros que organizó la Colonia China de Culiacán en plaza “Coloso”, con el picador Oyama –que se portó muy valiente– y los banderilleros Oko y Kamimura; Farjao fungió como director de brega y Togo como capitán de cuadrilla.

Los chinos, con tal de vender, son capaces de todo.

Pero cómo nos hubiera gustado ver a Juan Manuel Ley de primer espada recibiendo la alternativa del doctor José Ley Domínguez, de Mocorito, y entrando al quite por chicuelinas al profesor Juan José Ley Campos, venido ex profeso de la preparatoria Heraclio Bernal, de Cosalá; todos ellos con sus nombres relucientes en los carteles que les imprimiría Mario Ley Montijo de la Rocha y como promotor a Quintin Ley, con tal de que éste último cubriera sus adeudos pendientes. Seguro que tendríamos lleno completo, lástima que algunos ya pasaron a mejor vida.

Las cantinas y los billares se llenaban de vagos que no querían trabajar; y sin aludir a ninguno de los presentes, dentro de los cuales me incluyo, los vagos siguen honrando a los templos de Baco con su preferencia. En su momento, nada más hubiera bastado darse una vuelta por el triangulo de las Bermudas del Guayabo, El Baldo y El Cactus.

El gobernador Francisco Cañedo, como el primer vago del Estado de Sinaloa, en su onomástico organizaba recorridos distritales para libar con sus compadres. Tales giras aparecían en la prensa como jornadas de trabajo, y se efectuaban visitando lo más intrincado de la geografía sinaloense, con tal de huir de doña Francisca Bátiz y Bátiz, su esposa, que lo traía a raya. En su época, el gobernador revolucionario y obrerista Alfonso G. Calderón hacía lo mismo, a pesar de las exoneraciones que le hizo doña Aidé Barraza de Calderón, años después.

Ya desde entonces algunos cronistas y periodistas, padres putativos de una generación de bagazos, como  Agustín de Valdez, que llegó al Salón de la Fama del Beisbol Organizado de México, que tuvo de contemporáneos al matusalén maleconero Toñico Pineda y a José María Figueroa, le hubiera gustado realizar la crónica del partido entre los ingenieros del Ferrocarril Occidental  que el pueblo bautizó como “El Tacuarinero” y varios jóvenes mazatlecos, que por cierto ganaron estos últimos al son de once puntos contra cinco, en lo que puede ser uno de los inicios del beisbol en Culiacán.

En el Colegio Civil Rosales impartía cátedra lo más granado de la intelectualidad sinaloense; y uno de ellos, el profesor Julio G. Arce –boticario, editor, diputado, empresario de minas y futuro enemigo de Rafael Buelna el “Granito de Oro”, después de 1909–  impartía clases sobre la historia de las drogas, especialmente las de origen indígena. Hoy los buchones deberían  tomar algún diplomado al respecto, para que sepan a ciencia cierta de dónde les viene su prosperidad.

Este profesor, que editó una excelente revista cultural a finales del siglo XIX, denominada La Bohemia Sinaloense, es uno de los precursores de la literatura chicana, ya que el emigrar de Sinaloa en 1911 al triunfo de los maderistas sobre las fuerzas de Diego Redo, llegó hasta Los Ángeles, California (USA) donde publicó sus Crónicas diabólicas en la década de los veinte.

Arce fue uno de los vagos de más prosapia de Culiacán, junto con el bibliófilo e insigne literato e internacionalista, el gordito Genaro Estrada Félix, a quien por cierto reprobaron en literatura en el Colegio Rosales, por juntarse con los chismosos de las boticas de la ciudad donde se la pasaba haciendo carne machaca del prójimo.

El reconstructor del viejo Culiacán, el Ing. Luis F. Molina, el que dio el braguetazo con una De la Vega cinco años después de que lo trajeron para construir el Teatro Apolo en 1890, celebró en 1905 sus diez años de agandalle matrimonial con la inauguración del Santuario del Sagrado Corazón de Jesús, que regenteara en su momento el padre Manuelito, el de los famosos sorteos que se ‘sacaba’ el Espíritu Santo, cuyos premios él disfrutaba como depositario ad perpetum.

Los raterazos conocidos como Natividad Jiménez, Alfredo Plasencia y Fernando Curiel concurrían a los cinco billares de la ciudad, sin olvidar las  cantinas llamadas “Ojo de agua”, “Las olas altas”, “Las nuevas olas altas”, para planear y buscar socios en sus lucrativas actividades, allí donde los cantineros se la llevaban con baraja en mano desplumando a incautos parroquianos.

También existieron tahúres que operaban a cielo abierto, como los que eran sorprendidos en terrenos de la fábrica de azúcar “La Aurora” jugando conquián a altas horas de la noche, con la lumbrada de un tizón. Al ruido de los cascos de los caballos se escondían en los cañaverales, ante la presencia de la policía montada.

Cinco años después en el luminoso y aciago 1910, Culiacán contaba con 13 mil habitantes y una definición urbanística impuesta por el constructor de la ciudad, el arquitecto Luis F. Molina; y al empezar el año llegó a presentarse en el Teatro Apolo una compañía de plebes de Mazatlán, con una pastorela que fue calificada por la prensa “como una broma pesada”. En el desarrollo de la obra, la ‘Virgen’ enronqueció delante del público; el diablo, desesperado, buscaba una paleta de dulce para la atribulada actriz, mientras los borregos instalados en el pesebre balaban de manera despavorida y los gallos y gallinas introducidos comenzaron a correr por todos lados. El público comenzó a chotear a los mazatlecos por tan desafortunada representación, pidiendo la devolución de las entradas, ante el desespero de unos policías que reclamaban orden y nadie les hacía el menor caso. Aquello no llegó a buen fin y se le tomó como una broma carnavalesca de inicio de año.

En las afueras del teatro fueron vistos Juan Lizárraga, Gregorio Beltrán y Manuel Guerrero, prófugos de la Escuela Correccional, que confundidos entre los mazatlecos, huyeron hacia el puerto, donde fueron apresados. Mientras tanto, en Mazatlán, el chismorreo caló entre los padres de los chamacos de la citada pastorela, por lo cual se dirigieron al prefecto local suplicándole les devolvieran a sus hijos, ya que temieron por sus vidas ante la ira del público por tan mal puesta en escena. A los representantes de la comitiva mazatleca no les importó el desaguisado en el Teatro Apolo, pues las peleas de gallos les había traído consumido el seso,  entre el mano a mano de los partidos de Mazatlán y Culiacán, donde se cruzaron apuestas sustanciosas.

Apenas se habían terminado las fiestas de verbena del 22 de diciembre en la Plazuela Rosales, dedicada a la victoria del coronel más liberal que ha tenido Sinaloa, cuando los tahúres ya tenían encampanada a la gente en nuevas aventuras del azar y el consabido desfalque de incautos.

Culiacán contaba con 20 policías que poco o nada podían hacer para garantizar la seguridad ciudadana; por ello, el jefe de los cuicos locales, el señor Santiago Tirado, se enojó por las críticas vertidas por El Monitor hacia el desempeño de los genízaros. En su defensa argumentó que nada más para mantener el orden de las cantinas y billares instalados por las calles Escobedo y Juárez, se necesitaban más de la mitad del personal.

En el fondo los policías se sentían más a gusto en contacto con rateros y vagos que con el tranquilo ciudadano, cosa de la cual no estamos muy alejados en la actualidad.

Mientras tanto en la colonia Almada (atravesando la vía del Tacuarinero) en enero de 1910 se descubrió una fábrica de monedas falsas, que operaban Rafael Martínez, acuñando tostones de plomo bañados de plata; mientras que Natalia Chavarría los ponía en circulación en los comercios locales. Y al bote fueron a dar los amantes libérrimos de la numismática.

Los descubrieron porque en el canto les faltó la leyenda “Independencia y Libertad” y precisamente en la esquina de Independencia y Libertad, sitio de la cárcel pública que había construido Molina, fueron a visitarlos sus parientes, justo para preguntarles dónde habían dejado el otro guato de monedas clasificadas que la policía no pudo encontrar, o que dijeron ‘no haber encontrado’.

En el fondo estos auxiliares de la circulación monetaria estaban prestando un servicio social de amplias repercusiones, al romperles el esquema a los chinos y japoneses que acaparaban la morralla, propiciando el mantenimiento de la fluidez comercial y supliendo el cierre de la Casa de Moneda de la ciudad en 1905. Claro está que ni la policía ni otras autoridades municipales comprendieron tan sacrificados servicios de los falsificadores de la colonia Almada.

Producto de su libérrima actividad, muy de mañana tuvieron que sumarse a los ejercicios escobatrices junto a otros presos que sufrían las penas correccionales –unos por andar cazando gatos a balazos a altas horas de la noche, algunos más por andar de brinca bardas en citas amorosas y otros por practicar el tiro al blanco en plena calle–. El caso es que la cárcel estaba en su mejor nivel de ocupación. Algunos, ante el descuido del gendarme, ponían pies en polvorosa ante la algarabía de sus compañeros y las maledicencias del policía, que no podía perseguirlos porque se le escapaban los demás.

Don Alejandro Zazueta, con la honrosa ocupación de fotógrafo (que nos dejó imborrables recuerdos del Culiacán del porfiriato) se casó en Mocorito con la señorita Josefa Pérez, en enero de 1910. Conoció a la Josefita en las tertulias etílicas del poeta Enrique González Martínez, a donde recalaban Sixto Osuna, Gabriel Leyva Solano, Julio G. Arce, Genaro Estrada, Sabas de la Mora y Rafael Buelna (que ya traía pleito cazado con el poeta que le torció el cuello al cisne), aparte de otros bohemios del Évora.

No se crean que las serenatas de Concilión a altas horas de la madrugada fueron del todo tranquilas: cuando no les caía el producto del bacín, los perseguían los perros que hincaban los colmillos en la sufrida humanidad de los filarmónicos. Existió también la casa de “Las Tres Rosas”, donde de seguido se suscitaban altercados entre las damas y los clientes, saliendo a relucir cuchillos y tijeras como armas, tanto de un lado como del otro.

Hasta los boleros andaban en el comercio informal. Juan Niebla fue sorprendido vendiendo un reloj cuya procedencia no pudo explicar, pasando unos días en la chirona. Hoy los boleros no practican tan sustancioso negocio. La boleada de veinticinco pesos está por encima del nivel del dólar y ninguno quiere renunciar al tan sugestivo negocio de tallarle los pies al prójimo.

Y no nada más en los bajos fondos de Culiacán se practicaba el chanchuyo, el fraude o la falsificación, pues también esto tuvo expresión internacional cuando fue descubierta una empresa fantasma denominada la “Yaqui Sinaloa Mines Company”, que emitió acciones de propiedades mineras haciendo promesas de ganancias considerables. Decía la fantasmal empresa poseer extensas propiedades mineras en nuestro estado y que la ley de sus minerales era muy alta y de fácil explotación, ofreciendo ganancias sustanciosas.

Fraude a la alta escuela, lo calificó El Monitor. Hoy nos hemos superado, pues los fraudes a la alta escuela se hacen al interior del país, como en su tiempo se hizo bajo el esquema FOBAPROA, algo así como la muestra fehaciente de que el país tiene sus émulos porfiristas.

Quizás la plaga de gitanos con unos monos y osos bailando al son de la pandereta, aliviaría estos sinsabores de los culichis, que sin embargo tenían que cuidarse ante estos avezados vagos de profesión, pues traían a sus quiromancias “viendo” el futuro y por añadidura: viendo la cara a los incautos.

Fue tan la mala fama de los circos de gitanos que por lo regular, en aquellos años y muy cerca de éstos, cuando visitaban la ciudad, las madres ponían atención especial en la seguridad de sus pequeños hijos, por la fama de robachicos que distinguía a  tales turistas del espectáculo.

Como toda cantina que se precie, “La Sierra Mojada” –morada del poeta Chuy Andrade y en donde años después aterrizaría gustoso el “Locho” Guerra– fue escenario de las riñas acostumbradas entre la clase laboral de la ciudad. Y un poco más al centro, por la calle Rubí, se instaló una colonia de damiselas que laboraban desde muy noche a muy temprano, incrementándose el interés de los maridos por traer el mandado del Mercado Municipal. Para algunos era ‘el mañanero’.

Hoy no se acostumbra, pero en 1910 la mujer podía sufrir arrastre público por las calles de la ciudad debido a motivos amorosos, como le sucedió a Santita Cázarez en manos de Martín Durán, Nicasio López y Francisco Hijar, que borrachos cometieron tal tropelía ante el azoro de los vecinos, que no se atrevieron a intervenir hasta que los gritos de la infortunada llamaron la atención de la policía. A la Santita ya no le quedaron ganas de andar con tres al mismo tiempo.

Pero cuando de robar se trata, el ratero no puede tentarse el corazón, como fue el caso que le sucedió a Brígido Landeros, atolero del mercado, que mientras él sufría un ataque epiléptico y pataleaba con los ojos volteados, una soldadera se apropió del producto de la venta. Al regresar Brígido de su viaje a las entrañas de la mente, no encontró nada. Y por poco le da un segundo soponcio, que hubiera sido definitivo.

Y ya, por último, fueron inusitadas las promociones de la Cervecería Cuauhtémoc: en 1910, en el afán de afianzar el consumo de sus marcas,  a alguno de sus directivos o publicista se le ocurrió soltar globos con vales de cerveza dentro; y la chamacada, junto con algunos adultos, persiguieron los globos hasta donde cayeran para reclamar su caja de cerveza Carta Blanca.

Hoy este Culiacán arrabalero, festivo y popular ha desaparecido. Claro que existen otras osadías, pero en el fondo seguimos siendo los mismos.

 

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