EXPEDICIÓN A IMALA

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Atrás, la villa de San Miguel de Culiacán; al frente, la cercana serranía mostrando sus primicias y verduras diversas. Al voltear, sólo veíamos las torres rosadas de la iglesia que enmarcaban la serpentina brillante del río, arropada por sauces y sabinos.

Las suaves ondulaciones nos llevaron por veredas, caminos, arroyuelos, bosquecillos de guamúchiles, palos blancos, mezquites, nopales morados, choyas, pitahayas a punto de florecer y parvadas de chureas, palomas, gorriones y chanates. Y vimos también el tipo de aves que anidan suspendidas de las ramas de los árboles y al arbitrio del viento, desde cuyas moradas, tal como los gavilancíos, empiezan a planear en búsqueda de presas.  Por supuesto que no faltaron cachoras, güicos, iguanas, culebras, y ganado chinampo a la sombra de las higueras, con la impávida mirada de otro tiempo.

Nuestra incursión quiso ser obispal, mas se impuso el encanto natural del caserío, y no pudimos más que solazarnos con los detalles de las tarimas con tiras de cuero, los catres de lona o de jarcia, las sillas de baqueta, el pial, los fierros de marcar y los aparejos. Para beneplácito nuestro, allí estaban el zarzo, el jardín, la pequeña vega de hortalizas o maíz –cercana a la morada mestiza con los portales frescos que anuncian los espléndidos zaguanes, incitando al descanso junto a la pila de piedra que destila en la olla rojiza de barro el agua fresca, junto al jumate–. Al fondo, presidiéndolo todo, el cuidado patio con tierra apisonada y el horno ripiado de barro en color blanco donde se enhornan las semitas, el pan de mujer, los coricos, los tacuarines y las biscotelas.

Los cacahuates, justamente tostados, crujieron ante el asombro de las florecillas amarillentas, pegadas a los cercos. La tierra rojiza, de la escasa resequedad, contrastaba con los troncos viejos del palo de brasil.

Las choyas, con sus mañosas espinas, ansiaban nuestras carnes y sólo el leve rozón nos alertó de aquellas sencillas trampas. Soberbios, erectos, llenos de sí como esperando vaciarse en el azuloso firmamento, algunos delgados cactus mostraron sus nervaduras de contrastada belleza; otros, con sus largas vellosidades, nos remitieron a los púberes tiempos de la búsqueda erótica. Los vados, en su frescura arenosa, nos ofrecieron otros rumbos de exploración. Diversa y original forma de recorrer la campiña rocosa, con sus techumbres de enredaderas silvestres, orilladas de verdores siempre nuevos.

Luz plena, sol atemperado por la buenaventura del clima invernal, incitaba al disfrute del ámbar helado. Expedición abstracta que se hizo sincrónica a los siglos XVI y XVII, que sólo admitió el siglo XIX en la edificación que le da remate: la iglesia, joya de perfectas proporciones, bella y sensiblemente austera; un templo que se impone por sí mismo, logrando desafíos permanentes.

Mientras, por otro lado, la misma ruta nos iba dando la pauta para el diálogo y la especulación de aquellos florecientes apetitos, pues las esencias de los futuros tributos, los diezmos y primicias hechos carne oreada, miel, mantas y tiernas crías, nos proporcionaron su presencia excedentaria en un recorrido lleno de frutillas dulzonas y ácidas, allí donde estaban las calabazas cehualcas, los veranitos de sandías, los estropajos, los ayales, y los papachis. Un piélago de naturaleza estacional.

De repente el rostro, el talle y los huaraches polveados por la finura de la terracota, acompañaron el trotar de las bestias con sus conductas, trayendo por cordilleras noticias de tiempos largos que han viajado por la “agrestidad” café de los minerales y los barros.

Dejamos de existir. Nos había tragado el paisaje.

Llegar y ver al pueblo de Imala completo. Redescubrir su iglesia armónica de ladrillo rojizo. Dejarse engañar con su imagen. Y es que es tan austera y tan perfecta en su forma. Y es que su áurico material desborda encanto.

Se nos presentó deteriorada con sus imágenes cargadas de pobreza. Ah, la iglesia y ese Cristo que muestra sus cuencas vacías: ha sido tanto su llanto, que ya no tiene con qué mirarnos y nos incita a compartir su terrible soledad, soportada en unos pies agrietados; con unas manos fuertes, nervudas, con amarras que esperan la ejecución; con sangre manando por la comisura de una boca de amarguras permanentes.

El eterno dolor apareció al final del viaje, pues nos habíamos encontrado con la representación simbólica del redentor que no tiene sitial de honor, pero sí la más sustantiva presencia de ese drama antiguo de la sierra.

(Crónica de una expedición realizada hacia el año 2000).

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