LA LENTE DEL PUEBLO

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Hay oficios que han quedado sepultados por la modernidad, la tecnología, el cambio de costumbres. Los fotógrafos de rancho están muy cercanos a eso… pero todavía se salvan en algunas geografías.

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Un fotógrafo de rancho era, de alguna manera, un cronista del pueblo con sus imágenes. Por su misma profesión estaba obligado a estar presente en cualquier evento, fuera invitado o no.

Hace 30 años, digamos, que estaba en su apogeo la fotografía no artística, sólo la de evidencia. Sin necesidad de la más mínima instrucción, cualquier persona podía ser fotógrafo. Sólo se necesitaba tener una cámara de buena calidad, ¡apantalladora, pues!, y era este personaje quien no podía faltar en bodas, quinceaños, graduaciones, día del ejido, cumpleaños y cualquier festejo donde hubiera ropa nueva y necesidad de registro. El fotógrafo debía apersonarse en el evento, tomar las fotos y llevarlas a revelar a la ciudad, para lo que había que esperar de 3 a 5 días, dependiendo de la carga de trabajo de la empresa de revelado.

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En Casa Blanca, Guasave, la fotógrafa era mi tía Chayito, quien aprendió el oficio de su papa Félix “Gordo” Camacho. Aunque era muy querida en mi casa, siempre quedaba la duda de si aparecía en nuestros festejos por cariño o por negocio. Claro que estábamos obligados a comprarle las fotos, y gracias a eso las tenemos. Ahora que lo pienso, debió cobrar también el servicio a domicilio, porque se trasladaba hasta nuestro pueblo, lo que le llevaba al menos dos horas de camino.

El oficio se vio mermado hace años, cuando salieron a la venta gran cantidad de cámaras digitales de buena calidad. Incluso podemos hablar de una moda con cursos diversos de fotografía que hacen hincapié en un discurso fotográfico, los que según han dejado mal parados a los fotógrafos tradicionales, quienes sólo habían venido pretendiendo “que te vieras bonito”. Y si de que te veas bonito trata la cosa, pues ellos no le saben al photoshop: imposible tapar granitos o espinillas, mucho menos enflacar lo que está gordo.

Ahora que cualquier plebillo trae su celular con muy buena cámara, el oficio palidece aún más.

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En los pueblos siguen siendo las personas mayores quienes llaman a los fotógrafos, porque quieren la foto impresa para pegarla en el refri. A ellos no les sirve la versión digital, la foto pal feis.

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Entre estos valientes que se han mantenido firmes, cámara en mano, está Dolores Peraza, de La Noria, Mazatlán. La Dolo, como la llama todo el chiquillerío del pueblo, se desempeña también como vendedora de dulces a las afueras de la primaria. De voz fuerte y trenza larga, la Dolo se muestra optimista, ha dejado empleos fijos en el puerto para estar en su pueblo junto a su mamá y disfrutar de la cotidianeidad, hacer excursiones a los arroyos con los niños del pueblo y seguir fotografiando todos los eventos.

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–¡Pero la gente no valora! –dice.

 A veces tiene que echar varias vueltas para que le paguen las fotos. Hay personas, incluso, que luego de haberlas tenido y disfrutado un buen tiempo, decidan regresárselas.

–¡Amenázalos con hacerles brujería si no te las compran! –sugiere alguien por ahí.

–N´ombre –contesta ella–,  para brujería lo que me pasó una vez que mi amá, que es rezandera, me mandó a tomar fotografías a un novenario porque la familia quería mandar las fotos a una hija del difunto que estaban en Estados Unidos y no pudo venir.

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“Cuando las llevé a revelar hice la orden en una máquina y de repente empezaron a salir en todas las máquinas y en todas las medidas; tuvieron que desconectar todo el maquinerío; desde entonces no tomo fotos de muertos.”

La muerte siempre es un tema, más por estos rumbos que le ha dado por dobletear turno.

–Ha pasado muchas veces que yo hago el gasto de imprimir las fotos y simplemente no les interesan, pero todo es que se muera o maten a la persona de la foto, porque entonces sí vienen corriendo a querer comprármelas para tener algún recuerdo. A veces sí las tengo, a veces ya las tiré.

“¡PERO DE QUE ME BUSCAN, ME BUSCAN!”

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