Aquella tarde de domingo, una multitud llenaba la Plaza Rea, confirmando la buena plaza que era ya Mazatlán para la afición taurina.
El público se hallaba expectante ante la posibilidad de ver a un diestro apodado el Chiclanerito, quien debutaba en el lugar y de quien había buenas referencias.
Otro novillero del que se esperaba mucho era «El Barquero», Jerónimo Cruz, ya con alguna nombradía. El director de cambios fue un banderillero apodado «Frasquito».
Dio principio la corrida con la entrada al ruedo de la cuadrilla, presidida por el alguacil, «montado en brioso caballo y vistiendo un lujoso traje de lanilla azul».
Durante la corrida, los bravos toros «mataron e hirieron muchos caballos», pero la nota mala la dio el mentado Chiclanerito, que no hizo honor a lo que de él se decía.
«Después de darle pases sin ningún mérito» y varios pinchazos al primer toro, se mandó este al corral, anotó el cronista.
El segundo toro era «noble, ligero y valiente» pero el «maleta torero no hizo nada; de puro miedo no le dio ni un pase ni un pinchazo porque andaba lo más lejos posible del cornúpeto», lo que le valió una rechifla general.
2. UNA TARDE PROMETEDORA
En la edición de ese día, 10 de junio de 1906, el periódico El Demócrata anunciaba el inicio de la temporada de toros con una corrida a partir de las 5 de la tarde en dicho coso.
Los jóvenes matadores, procedentes de España, de donde salían a correr la legua por las principales plazas de México y otros países, eran prometedores.
Los cuatro toros, traídos de la «acreditada» ganadería Santa Cruz, eran de muy buena estampa, y los precios de las entradas estaban «al alcance de todas las fortunas”.
Y para garantizar un buen espectáculo, la empresa de don Luis Rea se comprometía a devolver un porcentaje del precio por cada toro que faltara, a razón de 25 % cada uno.
«Con estas garantías, no es fácil que resulte un “camelo” esta corrida», agrega el periodista.
Desde luego la plaza, ubicada a orillas de la pequeña ciudad, se abarrotó.
3. LA DECEPCIÓN DE LA TARDE
La edición del 12 de junio da fe de dicha corrida, en la que al final el Barquero salvó la tarde, pues «hizo filigranas con la capa, recortando al brazo en los meros cuernos del animal; los pases de muleta que dio a sus toros fueron soberbios, lo mismo que sus dos estocadas fueron monumentales, entrando recto y partiendo la herradura».
El otro toro que le tocó, el cuarto de la tarde, se lo brindó al señor Luis Arceluz quien le regaló algo de dinero mientras el público aplaudía con frenesí.
Al hacer su balance final, el cronista consideró magníficos los toros, pero se ensañó con el Chiclanerito (que «no es torero ni nada») y recomendó mandarlo a la cocina, suponiendo que a los toros en bistec no les tenga miedo.
De Barquero, en cambio, dijo que era «temerario y a la altura de los mejores».
Al servicio de plaza lo calificó de malo ya que «no había picas como deben ser», y al banderillero lo consideró aceptable, mientras que al juez lo calificó de tolerante, por no sacar al Chiclanerito, «al que le sobra una L en su nombre».
Incluso, recordó, no faltó quien pidiera que lo metieran a la cárcel, lo que «hubiera sido un acto de justicia, pues no deben permitirse burlas al público», como esa.
Ayuno de gloria, el susodicho abordó al día siguiente un vapor rumbo al sur del país.
4. LA FORTUNA DA Y QUITA
El 17 de junio de 1906 se realizó la segunda corrida de la temporada, en la que el «valiente espada Barquero» fue el encargado de lidiar a los cuatro toros «y no dudamos que obtenga de nuevo merecidos aplausos», auguró el cronista.
Sin embargo, ¡oh, Fortuna!, fue una mala tarde para el novillero, con toros que estaban «mejor para el arado», o «más dignos del cuchillo de un carnicero que de la espada de un matador», y que fueron devueltos sucesivamente a los corrales y sustituidos por otros, y ni así.
Y lo que es la fortuna, esta vez la crítica fue adversa para el Barquero cuyas estocadas «fueron inmundos golletazos», por lo que el cronista reprocha a las autoridades y al público por «convertir en maletas a toreros medianos como este» (sin ver que él mismo lo endiosó el domingo pasado).
«En una palabra, camelo número 10, 000, 000», finaliza (lo que da fe de los constantes chascos que se llevaban los aficionados a la fiesta brava en el puerto).
5. LA PLAZA REA
La Plaza Rea, de don Luis Rea, estaba ubicada entre «una infinidad de casuchas, formadas por hoja de lata y ramas que presentan un feísimo aspecto a la vista de los paseantes, que van al expendio de la Cervecería del Pacífico».
(Posteriormente, se ubicó por allí el Panteón de los Protestantes, que después fue el parque Ángel Flores, leo en otra fuente).
Tras la corrida oficial, solía cederse un toro al pueblo para que los novatos y villamelones de la ciudad pudieran entrenarse en el deporte y arte taurino.
Además, cuando no era temporada, jóvenes aficionados de la localidad organizaban corridas, como la del 5 de junio de 1906, cuando seis toros fueron lidiados por «nóveles» toreros, entre quienes sobresalió un tal Vargas, «que en plenos cuernos del animal, bailaba un tango», mientras que el sexto novillo dio grandes sustos hasta que al fin cogió a Gilberto Aceves de «una manera aparatosa».
La fiesta brava, por entonces, competía con las tardeadas de música en el expendio de esa Cervecería, con baile y todo; con los paseos por los pueblos y huertas de las afueras (a los que era muy dada la gente en aquellos felices días), con las serenatas en la Plaza de la República y, por la noche, la función de cine en el Teatro Rubio, que esos días traía la película “Viaje a la luna” entre las novedades.
6. EL DERRUMBE DE LA FIESTA BRAVA
En una tierra donde el año pasado se prohibió la fiesta brava y donde, para darle la estocada final, hace unos días se derribó la histórica Plaza de Toros «Eduardo Funtanet», privando a la afición de su espacio sagrado, es bueno recordar que Mazatlán fue la mejor plaza para este ancestral deporte en la entidad, con una tradición que viene por lo menos del siglo 19, gracias a su ubicación portuaria que le conectaba con el mundo.
Lo único que se me ocurre ante tan amargo suceso es recordar aquella tarde de toros, hace 117 años, en este puerto, reseñada por un cronista local.
En cuestiones taurinas yo no llego ni a villamelón, pero sí me pesa la destrucción de un edificio, que ya tenía su historia y era parte de la identidad de los mazatlecos, con lo cual les arrancaron un vestigio importante de su pasado a las futuras generaciones (eso sin hablar de la validez de la tauromaquia, otra reliquia histórica).
Y sea por Dios…