En días de Semana Mayor, multitudes optaron por las playas, por el bullicio, pero yo emprendí una ruta distinta…. Si salir de la rutina es usual, para mí fue respirar recuerdos, disfrutar gentilezas.
El viernes “santo” estuve en un lugar que para la tercera década del siglo XVIII era un modesto sitio ganadero, donde las aves volaban sin límites, como queriendo horadar el horizonte. Un pueblo cuya pujanza inició a fines de esa centuria. Una hacienda donde una familia prominente cultivó agaves para comerciar aguardiente mezcal e ixtle durante el siglo XIX; para el siglo XX, se convirtió en una dupla de emporios donde licor y henequén generaron trabajo para muchos y riqueza para pocos. Un sitio donde posteriormente el ejido acompañó a la pequeña propiedad, para que la tierra generosa prodigara sus frutos.
Un lugar de costumbres, donde se amasan lazos familiares, amistades y cariños; igual como se amasan coricos, pinturitas (bizcotelas) y sus típicos y únicos panes con piloncillo y anís, que siguen deleitando paladares.
Un pueblo donde lo tradicional a veces se combina y otras tantas contrasta con los visos de modernidad.
Sí, fui a mi pueblo. Allí me encontré con la hornilla de barro y ladrillo, con la leña y el rústico horno; con las sabrosas “natas” que colocan a la tortilla en otra dimensión; degusté capirotada, una anona y un elote asado; pero mayor deleite fue encontrarme nuevamente con una parte de mi familia, donde los momentos de júbilo y de compañía se viven y se exprimen en el hogar.
Por la tarde, recorrí la pequeña geografía pueblerina. Las mismas calles que transité con una “bolsa para el mandado” habilitada como mochila escolar; ahora ya no la llevaba en mano: lo que iba cargando, era mi alforja de recuerdos.
Eran calles casi solitarias; los aposentados frente a sus casas te saludan y los saludas aun sin conocerte y conocerlos plenamente; pero su gente tiene algo que atrae, te hace sentir en casa. En dos horas de estadía en la plazuela y el viejo casco del pueblo, charlé con dos paisanos; los temas son lo de menos; lo importante es que estuvieron aderezados con cordialidad. Lo afable y la algarabía la protagonizaron media docena de niños que correteaban alegremente alrrededor del kiosco: parecían volar sobre vientos serenos y sus sonrisas reflejaban estrellas. La tarde exhaló su último suspiro y abandoné el epicentro de la cotidianeidad y de la historicidad periqueña.
Mientras que en Mazatlán las bandas “sonaban” tras derrotar los disparates de los que se creen “dueños del mundo”, yo regresaba a la morada materna sin que la nostalgia y la noche me hubieran estristecido el corazón. La broma y el abrazo familiar, caminar por el pueblo, sentarme en una de sus bancas, tener como telón de fondo la casona de los hacendados de antaño y la todavía espléndida tienda de raya, la charla amena, ser testigo del selecto gozo infantil, fueron como notas musicales que me generaban ráfagas de dicha y oleadas de quietud. Vivencias que me brindaron la sensación y certeza que lo mejor de mi pueblo no fue el mezcal, sus haciendas, ni sus tierras ejidales, sino su gente: esa que sin alardes le pone ritmo y color a este rincón de patria.
Otros “mundos” -pese a su esplendor y grandilocuencia- no me deslumbran, porque en Pericos he visto de frente al sol; me solazan sus limpios amaneceres y crepúsculos, porque sus habitantes me dan cobijo y fortaleza; porque esta sinfonía de vivencias ha engrandecido mi alma. Porque soy de la tierra del vino, de la tierra de las mestizas, de la gente del andar pausado, del rostro franco, de la conducta magnánime y la imaginación esplendorosa; donde muchos de sus hijos lanzan al aire sus emociones para emprender, como pericos, vuelos libres y sonoros; para elevarse sobre sueños, guiados por la esperanza.
Este pueblo es refugio y fermento de vida: purifica el placer de los que gozan, dulcifica el dolor de los que padecen, ennoblece las pasiones y viste de flores los caminos del porvenir y la inteligencia. Este “viernes santo”, Pericos lo hizo más “santo” para mí.