En el año de 1797, en el pueblo criollo de San Pedro de Quilá (al sur de Culiacán, junto al río San Lorenzo), a don Juan de los Santos de Urrea, vecino del lugar, se le hizo fácil reclamar y quedarse con un terreno como de dos mil hectáreas, al poniente del pueblo, en los límites con las tierras del pueblo indiano de Navito.
Tal terreno estaba adjudicado en los hechos a la cofradía del Santuario de nuestra Señora de la Limpia Concepción, para su sostenimiento en Quilá, usándolo los vecinos para la cría de vacas y de mulas, pequeñas siembras, uso de maderas, cera de abejas silvestres para fabricar las candelas, varejones de cardón, malvas para escobas, etcétera.
El problema para los vecinos era que, legalmente, era un terreno realengo, sin propietario, o más bien propiedad del Rey, por lo que cualquiera podía reclamarlo para sí mismo, pagando los impuestos correspondientes.
Nadie lo había hecho, apelando a la buena fe de unos y otros, y lo mantenían como de uso común.
2. LA IRA DE LOS QUILEÑOS
En su solicitud, don Santos de Urrea alegaba que, al tener «algunos bienes de campo, y con la incomodidad de no poderlos radicar en fundo de tierra propia […], me resulta el demérito y malogro que en ellos experimento», por lo que necesitaba esos terrenos y quería comprarlos al real patrimonio.
Alegó a su favor que en Quilá había tierras de sobra y casi sin usar porque había pocos indios («naturales» les decían) y los vecinos españoles eran pobres y «con pocos muebles» (ganado).
También alegó que tenía dinero y, de contar con ese terreno, podría contribuir con sus impuestos a las arcas reales.
Tal petición provocó el malestar del cura principalmente, el bachiller don José Mariano Martínez de Castro, y de los muy católicos vecinos del lugar, y cuando llegó a Quilá el teniente subdelegado y juez Comisionado para el Reconocimiento de lo Realengo, don Carlos Martínez de Castro (por cierto, hermano del cura), a inspeccionar y valuar el terreno, los vecinos protestaron y decidieron darle contras al abusón vecino, a quien no reconocieron como de los suyos.
3. QUEJAS Y RECLAMOS
Al año siguiente, 1798, don José Trinidad de Acedo anduvo juntando firmas entre los vecinos, y firmando por los que no sabían escribir, que eran pocos (firmaron los Rojo, los Bohórquez, los Verdugo, los Bernal, los Cárdenas, los López y otros), y enviaron cartas de protesta a la autoridad en Culiacán, incómodos ante las pretensiones del señor De Urrea.
Don Miguel Beltrán, apoderado del cura, escribió diciendo que era vecino antiguo de Real de Palo Blanco, en la jurisdicción de Quilá, y avaló la loable labor del sacerdote en favor de las buenas almas del pueblo y los apoyos que, para su ministerio, constituía el terreno en cuestión, a través de dicha Cofradía, la cual «goza de buena fe» de esa antigua posesión, amparado en la ley natural y divina en provecho de la Santísima Virgen, y pide que se le otorgue el realengo en conflicto, prometiendo buscar pronto su «composición» (legalización) ante Su Majestad y pagar el real tributo correspondiente.
Pidió además «no admitir al dicho Urrea ni por el vecindario ni por los naturales de estos pueblos por los muchos prejuicios que del citado Urrea se han experimentado».
4. LAS DE PERDER
Sin embargo, «dura lex, sed lex», como dicta el adagio romano, y pese a las excelentes intenciones de los vecinos y del cura de dedicar ese terreno al engrandecimiento espiritual de los pobladores, lo cierto es que de Urrea podía reclamarlo lícitamente como realengo, pues no pertenecía a ni un vecino y la Cofradía nunca lo legalizó, como sí hicieron los indios de Navito, que desde 1757 habían registrado sus bienes comunales ante la Audiencia de Guadalajara, previendo que cualquier bribón quisiera escamoteárselos.
El caso es que la justicia, pese a la exagerada religiosidad de la época, se inclinó hacia las pretensiones de Urrea y sus gestiones continuaron hasta que el Juez de Arizpe, Sonora, dictaminó contra los vecinos.
Como era de uso legal, tras la valuación se pondría en almoneda tres veces por si alguien quería ofrecer más dinero que el reclamante, en favor de las arcas reales.
Ahí fue donde los vecinos vieron una oportunidad de ganarle a Santos de Urrea.
5. EN LA SUBASTA
Regularmente no había más posturas, pero los vecinos de Quilá andaban enchilados y, cooperando entre todos, los más pobres igual que los más ricos, juntaron un dinerito y ahí te van a la subasta.
El terreno fue valuado en 150 pesos, que era una fortuna para la época, y los quileños, representados por don Santos Trejo, se presentaron en la tercera almoneda, sabiendo que regularmente nadie solía participar en ellas. Ofrecieron 160 pesos.
Santos de Urrea, representado por don José Pérez, trató de mejorar la oferta en varias ocasiones hasta que los vecinos ofrecieron 360 pesos, que Santos de Urrea ya no quiso pujar.
Los pregoneros anduvieron anunciando que quien quisiera mejorar esa postura lo hiciera antes del toque de Plegaria, pero nadie acudió. Y a las 12 horas pregonaron:
«¡A la una, a las dos y a las tres, que se rematan! ¡Que buena pro le hagan las referidas tierras al cura y al vecindario de Quilá!».
6. EL GRAN GANÓN
Como se ve, el costo fue excesivo pero los vecinos sintieron que valió la pena porque le dieron las contras y las malas al abusón Santos de Urrea. Todos aportaron, aunque gran parte del pago estuvo a cargo de don Eusebio de Cárdenas, de los pocos vecinos pudientes, receptor en 1793 de las Rentas Reales de Alcabalas, Pieles y Tabacos en Quilá, y quien al final fue el gran ganón.
Este señor continuó costeando los trámites de la legalización hasta que en 1802 les entregaron los títulos de propiedad, a partes iguales para todos los vecinos.
Aunque, para cuando llegaron los papeles, ya el cura había sido trasladado al Real de Guadalupe de las Puertas y algunos vecinos buscaron mejores expectativas en otros ranchos, y cedieron sus derechos a don Eusebio, a quien todo mundo consideraba un cristiano bueno, piadoso y buen vecino.
¡Total, que nadie sabe para quién trabaja!
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NOTA: Datos tomados de la crónica «Algo sobre Navito y Quilá», de don Pablo Lizárraga Arámburu, basada en documentos legales de la época, y publicada originalmente en el suplemento cultural de Noroeste Culiacán, en junio de 1982, y retomado en su volumen «El camino de los libros» (Edit. La Crónica de Culiacán, Colección Dixit No. 3, 1999).