UN MUERTO DISTINGUIDO ACONGOJADO

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Lea también en logo-noroesteCuando oyeron el campanilleo de voces que venía de tumbas más lejanas, doña Ignacia y doña Aurora de súbito guardaron silencio. Era más común que las japonesitas lloraran con angustia como si extrañaran el pecho de una madre ausente, o quizá porque se habían quedado demasiado abandonadas después de tantos años de muertas. Por mucho tiempo desde su sepulcro se estuvieron escuchando alegatos ininteligibles que al par de viejas no les interesó descifrar, porque comprendieron que si en vida nunca habían dominado ningún idioma extranjero, menos lo iban a lograr de muertas. Pero llevaba buen rato que los adultos sepultados allí habían dejado de hacer barullo japonés garabateado, tal vez porque ya ni el polvo de sus huesos existía o porque no les había entrado humedad de lluvia para despertarse.

Como Juan Preciado y Dorotea “La Cuarraca”, el insigne Óscar Liera “conversa” con sus “vecinas”.

El par de niñas, en cambio, de seguido lloraban y hacían sufrir a las mujeres que se quedaban con las ganas de consolarlas, pues sabían que estaban limitadas al reducido espacio del ataúd y que lo único permitido era dormir eternamente, o conversar con los difuntos vecinos. Tienen voz de ángel, dijo doña Aurora con palabras desdentadas y quiso saber la opinión de doña Ignacia, pero ésta le rogó que no hablara más porque quería oír algo que estaba diciendo el fallecido de al lado, con quien le gustaba conversar y cierta vez lo calificó como “un muerto distinguido”. Doña Ignacia pegó el oído a un costado del féretro y clarito le oyó decir que lo más seguro era que las japonesitas hubieran tenido contacto con personas cultas, pues lo que cantaban era el Dúo de las Flores, de la ópera Lakmé. Para las mujeres este difunto era un misterio porque en una de las primeras lluvias que cayó sobre el panteón después de ser sepultado, ellas se presentaron ceremoniosamente, con apellidos y toda la cosa, y el nuevo vecino dijo que él sólo se llamaba Óscar Liera, contraviniendo lo que decía la placa de su tumba: Jesús Óscar Cabanillas Flores. Cuando quisieron saber por dónde iba el asunto, él indicó que todo había quedado expuesto en una de sus obras, en una frase, limpia y contundente, que se las dijo: “Búscate un apellido que te corresponda”. Antes que entender, doña Ignacia y doña Aurora determinaron que el difunto colindante, en vida, definitivamente había sido arquitecto o ingeniero, por eso de las obras; hubieran dicho que albañil, pero como hilvanaba conversaciones muy finas, decretaron que sin discusión había sido hombre de títulos universitarios. Esa vez Óscar les confesó estar maravillado con la cosa de poder hablar entre muertos, y se atrevió a preguntarles si alguna ocasión habían oído hablar de Dorotea “La Cuarraca”, pero el silencio que se escuchó desde los sepulcros de ellas fue más que evidente. Entonces les contó de Juan Rulfo y de Pedro Páramo, y las mujeres encantadas; y a partir de entonces fue su entretenimiento hacer sesiones de cuento, poesía y novela para regocijo del par de hablantinas. Sin embargo en últimas fechas lo habían notado muy callado; y más pesaba su silencio cuando en el panteón no se oía más que el llanto lastimero de la japonesita fukuko y de la japonesita eiko. Eran muertitas muy viejas y causaban ternura en aquel sector del cementerio. Pero esta vez no hubo llanto, sino el delicioso Dúo de las Flores, y doña Ignacia y doña Aurora comprendieron que las niñas habían sido tocadas por el aliento de Dios; y le agradecieron porque de paso Óscar Liera volvió a hablar. Luego de que el canto dejó de oírse, con mucho tiento le preguntaron qué le sucedía y le aseguraron que no tenía ningún sentido deprimirse, pues iban a estar muertos demasiado tiempo como para andar con tristezas o nostalgias. Óscar no dijo una palabra en varios segundos, hasta que con voz ya desgastada por la muerte, como con letras transparentes, les contó que allá “arriba”, entre los vivos, sucedían cosas no muy buenas en relación con sus obras, que se dieron malos entendidos y toda la situación no era que lo entristeciera, porque la tristeza no era cosa de muertos, pero que sí le provocaba congoja y para no andar con angustias había preferido dormir profundamente, y que sólo el canto angelical de las chiquitinas lo había despertado. Las viejas se pusieron a reflexionar, concluyendo que quizá una mansión que estuvo a cargo del arquitecto Liera se estaba viniendo abajo. Pobrecito, dijeron, y rezaron en plan, Diosito, ilumina a este buen difunto. Y punto.

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