UN CHEF JESUITA EN EL SINALOA DEL SIGLO XVI

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En círculos académicos se debate si el cordobés Andrés Pérez de Ribas SJ fue historiador o cronista. Se aducen varias y fundamentadas razones, pero el caso es que nos dejó una portentosa obra, editada en 1645, donde relata las peripecias de la Compañía de Jesús desde 1591 hasta los tiempos de la publicación de su obra, dada a conocer en Madrid, España.

Por nuestra parte conocemos tres ediciones de la «Historia de los Triunfos de Nuestra Santa Fe entre las tribus más bárbaras y fieras del nuevo orbe», siendo éste un título abreviado, ya que el original es más extenso.

La edición de la Editorial Siglo XXI-Difocur, de 1992, es la de mayor relevancia por su calidad y respeto al autor, cuyo prólogo corrió a cargo del doctor Ignacio Bentancourt (+), originario de Villa Unión, Mazatlán, y lo denominó «La verdadera conquista del Noroeste». Y abundó más, al considerar a Pérez de Ribas como «historiador regional» y como «el cronista general más implacable de su timpo». (xviii)

Dentro de los abundantes temas que trata esta historia, en esta ocasión destaco la vida del padre coadjutor Francisco de Castro, sevillano nacido en Gines, a unos cuantos kilómetros de la sede del Archivo de Indias.

Gines fue repoblada por colonos castellanos que habían participado en el cerco de Sevilla en la reconquista, expulsando a los moros; y en las haciendas del marquesado de Villamanrique vivieron como administradores los padres de este Francisco de Castro, que lo dieron al marqués y pariente por vía materna, Álvaro Manrique de Zúñiga y Sotomayor, y a su esposa Blanca de Velasco, para que lo ayudaran en su instrucción y buen destino.

El caso es que el marqués de Villamanrique fue elegido por el rey Felipe II como el séptimo virrey de la Nueva España, llegando a su encomienda en 1585, y con su séquito se trajo al jovencito Francisco de Castro, nacido en la Gines sevillana, tierra de cocineros y pasteleros.

Entró Francisco a la Compañía de Jesús a los 25 años como hermano coadjutor, cumpliendo con sus obligaciones de vicario parroquial, o con responsabilidades de más alto nivel. Por las circunstancias de la vida virreinal, su padrino salió mal librado en asuntos administrativos, por lo cual se le siguió un juicio de residencia, cayendo en desgracia ante el rey, por lo que fue sustituido por un virrey Velasco, pariente de su esposa.

Al ginesino egresado del noviciado jesuita se le comisionó como cocinero del Colegio Máximo de México, dejando una grata memoria.

Defenestrado su tío el virrey, Francisco de Castro se quedó en la Nueva España para cumplir con su vocación evangelizadora. En esos menesteres conoció al padre jesuita Gonzalo de Tapia, quien lo trajo a la Provincia de Nuestra Señora de Sinaloa, más o menos en 1592, para que radicara en la Villa de San Felipe y Santiago, hoy la ciudad de Sinaloa de Leyva.

Fue tanta su dedicación a las labores evangélicas, que edificó con adobe dos iglesias, adornó sus altares y por más de 33 años estuvo pendiente de las fiestas patronales, aparte de llevar la administración de la misión y servir de asistente a los padres durante el otorgamiento del santo sacramento.

Fueron tantos sus afanes, que casi no dormía. Jamás se le vio acostado en la cama. Su lecho de descanso fue una silla, en la cual dormitaba, para luego levantarse y atender las solicitudes de los naturales que vieron en él a un ser generoso al extremo. En su pobreza, fue admirable con un sayal de paño todo remendado.

Destacaba su fino trato y moderación. Siempre callado, ante los sacerdotes bajaba la vista. Los indígenas lo llamaron «La madre de la provincia de Sinaloa».

Tan inusitado título otorgado por la feligresía indígena en una región tan agreste, llena de conflictos y de trabajos evangélicos en extremo difíciles, es de llamar la atención.

Me atrevo a decir que fue el primer cocinero –hoy dirían chef– jesuita en el norte de Sinaloa, y su contribución al arte culinario de nuestra entidad tiene que ver con las bizcotelas, las empanadas¸ los coricos, el pan de mujer, chocolates y algunos dulces en los cuales fue experto.

Por Francisco de Castro, nuestra cocina mestiza tiene influencia sevillana y de la Ciudad de México.

Basten estas notas para dejar asentado que el jesuita coadjutor representó a la madre amorosa, dejando una impronta de impacto mariano en la región. Falleció sentado en su silla, y al igual que el SJ Martín Pérez, dejó su vida terrena en estas cristiandades.

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