Con todo y su clima cálido, recorrer el paisaje culichi y sinaloense siempre será grato y aleccionador.
En plena temporada de lluvias de 1840, tres personajes (Miguel V. y Rojo, José de Jesús Orrantia y Antonio Beltrán) transitaron el Distrito de Hidalgo y su ciudad cabecera: Culiacán. Observaron y recrearon su geografía, hidrografía, su escenario natural y muchas de las actividades agrícolas y económicas de sus pobladores.
Una ciudad custodiada por un río que llevaba su nombre. Formado por dos caudales de agua que, a menos de dos centenares de metros del límite de su casco, formaban un solo torrente que buscaba el mar. Ambos ríos eran escasos de aguas durante la primera mitad del año, pero “en las aguas, equipatas o aguas nieves se vuelve caudaloso” y alcanzaba una anchura de poco más de 33 metros y una profundidad de cerca de 3.5 metros, aunque con puntos o áreas profundas que superaban los 6.5 metros, formadas porque sus aguas tempestuosas arrastraban peñascos y piedras sueltas de su fondo. La cuenca de estos ríos era “vadeable” en gran parte, pero a partir de Navolato dejaba de ser posible. En tiempos de aguas menos “bravas”, pequeñas canoas surcaban su superficie. Los ribereños pescaban lisa y bagre. Tierras más arriba, el río Humaya llegaba a medir poco más de 50 metros de ancho y 5 de profundidad. Este caudal de aguas parece esperar el verso de Chuy Andrade:
Oigo tu voz ¡oh río caudaloso!
Oigo el rugido fiero
que arrojas de tu abismo pavoroso;
es el grito potente y altanero
de un atleta indomable
que siente hervir la sangre de sus venas
y que gime y que ruge encadenado
Ahora bien, si se voltea a tierra firme, muy cerca de Culiacán estaba “La Tierra Blanca”, pequeña población con terrenos para la siembra de cereales, situada a poco más de un kilómetro de la ciudad. A distancia similar estaba “La Lima”, finca rústica con casas aledañas. Un poco más retirado y por otro rumbo, “El Barrio”, pequeño asentamiento donde se sembraba maíz y frijol; también se curtían y comercializaban pieles. Por ahí mismo estaba “El Llano”, área de ejidos de la ciudad, cuyas tierras se daban en arrendamiento.
Ahora bien, para estas fechas, en el Distrito de Hidalgo figuraban 15 pueblos plenamente establecidos: Bachigualato, Aguaruto, Culiacancito, San Pedro, Navolato, Bachimeto, Otameto, Imala, Tepuche, Navito, Quilá, Tabalá, Tachichamona, Abuya y Binapa. Buena parte de éstos tenían ranchos dentro de su jurisdicción, sumando entre todos 96 ranchos y unos cuantos predios rústicos y de labranza.
Este cerca de centenar de ranchos no eran pequeños núcleos poblacionales, sino unidades agrícolas productivas, generalmente propiedad de una familia o su linaje.
Dentro de las particularidades de esta gama de asentamientos y propiedades, destaca la presencia de manantiales de agua termal: en Imala, esas aguas se consideraban medicinales para “reumas y mal venéreo”. Otros manantiales estaban en los ranchos de “Mucurumí” y “El Carrizalejo”. Obtenían agua de los ríos (Humaya, Tamazula, de las Vegas), de múltiples arroyos, lagunas, norias, pozos y jagüeyes.
En lo que se refiere a sus siembras, predominaban las de temporal. En todos lados se sembraba maíz, mientras que el frijol era notorio en Otameto, Navolato y Bachimeto; en menor medida, en Culiacán, Navito, Aguaruto, Culiacancito y Quilá. Mientas que en Quilá, Bachigualato, Aguaruto, Culiacancito y San Pedro, era poquísimo, casi testimonial.
De todos, en el área de Otameto se producía el 77por ciento de todo el frijol del Distrito y sólo ahí se cultivaban pequeñas cantidades de garbanzo.
Más sobre siembras y cultivos: el maíz se sembraba mayormente en julio y se cosechaba en diciembre. En tiempo de los veranos se sembraba entre febrero y marzo y se levantaba en julio. El maíz era muy propenso a “picarse”, principalmente el de la cosecha de verano.
El “frijol Colima” se sembraba -en aguas- en agosto para levantar cosecha en noviembre. Los frijoles “bayo”, “prieto” y “colorado berrendo” se sembraban en marzo y se cosechaba a principios de junio.
Todos los ranchos y terrenos de comunidad tenían terrenos de mayor extensión a los cultivados, los que se dedicaban a la cría de ganado vacuno, caballar, cerdos, burros y mulas. Las cosechas se trasportaban en burros y mulas.
Por otra parte, tanto en agua como en veranos había abundante cosecha de calabazas. En tierras de verano se sembraban ajos, cebolla, repollo, lechuga, nabo, rábano, tomate, jitomate, chile, cilantro, anís, yerbabuena, epazote. El quelite y la verdolaga eran silvestres.
Entre los árboles de cultivo figuran naranja dulce y agria, limón, tamarindo, ciruela corriente, yoyoma, higuera, dátil, cidra, lima agria, guayaba, papaya o melón zapote. Además, se cultivaba uva, sandía, melón, caña dulce, el plátano largo y el guineo.
Las frutas silvestres que se recolectaban eran numerosas: guayaba, bebelama, uvalama, guamúchil, zapote blanco, nanche encarnada y amarilla, aguama, moras, mezcal, pitaya marismeña, pitaya de cardón, tuna colorada, tempsique, bonete, guajilote, tlalayote, papache del monte, papache marismeño guaparime, ciruela cimarrona, arrayán, toragui, piriquete, sapuche, apoma, lechuguilla, alcajes, cutia, muriburi, laco, tomate silvestre, yayacaste.
Las raíces comestibles que se obtenían eran: camote, capomo, jícama, cacahuate, chichicamote, saratama, xarramatraca.
De todos estos frutos y productos, varios de ellos me resultan extraños, desconocidos. Eso sí, constituyen un escenario y amplio inventario alimenticio que remite a lo dicho por el gran poeta romano Virgilio, ubicado décadas antes de Cristo: “Ni era cosa lícita señalar en él lindes ni cotos; era común su goce, y la tierra misma cortés lo daba todo y producía el fruto que nadie pedía”.
Todo este panorama muestra que, en el centro del Sinaloa de la quinta década del siglo XIX, se desarrollaba una “sociedad ranchera”. Una población que su mirada y dinámica de vida estaban orientadas al campo. Asimismo, evidencia que el medio natural parece ser justo, los condena a un clima extremo, pero conduce a la salvación con caudales cuantiosos y pródigos de agua que brindan humedad, inundan fertilidad y abren rutas de vida.
Por eso, a estas tierras y naturaleza nuestras, bien cabe recitarle versos de Andrés Bello, que datan del temprano Siglo XIX:
¡Salve, fecunda zona,
que al sol enamorado circunscribes
el vago curso, y cuanto ser se ania en cada vario clima,
acariciada de su luz, concibes!