Espectacular. Fue como cuando aquel adolescente se asombró de ser al reflejarse en el estanque, como dijera Octavio Paz. No pude menos que permanecer aprehendido a ese caldo soberbio, ni tan espeso que medio se suspendiera en el paladar, y ni tan enjuto que se escurriera sin remedio por los intersticios de las papilas gustativas. El que yo le digo se dejaba acariciar pero sin desbordes en el exceso, permitía el deleite del misterio de su cocción con base en huesos de cerdo, variedad sinaloense del tonkotsu japonés, pero sin llegar a la espesura lechosa, y sin embargo con un regalo ligero de grasa, casi imperceptible, lo suficiente para saber sobre la presencia fantasmal de proteínas y un dejillo oriental personificado en el sutil sabor del miso, un condimento de origen nipón en forma de pasta aromatizada a partir de semillas y algas, que Miguel Taniyama elabora desde la equina de la nostalgia por la cocina hogareña.
Degustar un ramen, en apego a la ley de mi propia mismidad, es primero meter la cuchara en el bol y descubrir de qué caldo hablamos, porque de repente los toppings pudieran distraer la atención como un flashazo y allí nos veríamos dándole matarile a las lonjas de lomo de cerdo, al pollo, a los camarones o al pulpo, que por cierto es la variedad de proteínas con que Miguel corona su sopa. A mí me gusta empezar por el caldo y de su consistencia depende que yo diga me lo quedo, o lo contrario. Lo otro que no me permito, como muchos que yo me sé, es exprimirle limón sin siquiera saber si el niño se llama Jorge, pues estaría cometiendo un crimen, o un ‘caldicidio’, al acidificar el líquido sin haberme aventurado por los enigmas de su composición. Y pues me lo quedé. Obvio.
Con el paladar francamente extasiado por el caldo, quise llevar los palillos a los coquetos toppings, pero opté por seguir con un sorbo de fideos, cocinados al dente, y enseguida empecé a combinarlos, ya con una loncha de lomo de cerdo, con pulpo o con pollo. Y así. Desde luego que en la superficie también sobresalían el verdor oscuro de las tirillas del alga wakame y las dos infaltables mitades de huevo a moderada cocción, mientras que el centro del bol estaba provisto con una pizca de shichimi, que aunque lo pudiésemos resumir como chile, en realidad se trata de una mezcla japonesa de siete especias. Miguel regionaliza su ramen con cortes de chayote, papa, zanahoria y calabaza. Pero quizá ni siquiera sea correcto decir ‘regionaliza’, porque aquí, en Japón o en donde sea, el ramen lleva la firma de la casa que lo prepara. Dígase entonces que se trata del ramen de Miguel Taniyama.
Me atrevo a sugerir que reduzcan la porción de fideos en el bol, dado que su esponjosidad absorbe mucho el caldo y al cabo de unos 10 minutos te quedas con la cuchara vacía. Digo yo que el restaurante denominado Clan Taniyama – “cocina de familia”, ubicado en el Paseo del Ángel, de Culiacán, sirve un ramen delicioso y con real abolengo japonés. Como que ya es hora de trascender la sopa Maruchan, que no es más que un conglomerado gomoso, insípido y hasta dañino, por este ramen que tiene un costo accesible: la orden cuesta $200.00. Pero también se puede pedir una media orden. Y es todo.