Yo sabía que era un pretexto y ahí iba en el carro de mi hermana, rogando que no lloviera porque se le metería el agua por el quemacocos que ya no funcionaba. Cuando pasé la primera curva grande, noté que habían cortado los laureles que le daban nombre a la curva. Los imaginé en su sitio resguardando del sol a varias camionetas llenas de pescadores en asueto, pláticas a gritos y cervezas frías. En la siguiente curva (más pronunciada) tuve ganas de cerrar los ojos, como lo hacía cuando era estudiante de secundaria y viajaba en el camión de ruta.
Cuarenta minutos de viaje con el calor de septiembre y divisé los cerros del pueblo de mis infancias. Algo se me mueve en el vientre cada vez que llego a la última curva y el olor a mar inunda todo.
Fui directo a la casa de la Vilma, mi más grande enemiga antes de la pubertad. Que no estaba, que ya casi salía de la tortillería de harina donde trabajaba –me dijeron sus hijos, quienes hacían la tarea debajo de un árbol de algodón. Un niño de unos 10 años y una diablilla de 7–. Quería interrogarlos sobre la madre, pero me preocupó que pensaran que quería hacerles daño. Sin embargo ellos sí me interrogaron. Para cuando la Vilma llegó, los plebillos ya habían visto mil fotos del celular, ya habían ido a comprar helados de vainilla con leche y ya nos los habíamos comido.
–Ey, ¡qué onda!, ¿y ese milagro?, ¿ya te saludaron mis plebes? ¿Por qué no avisaste que ibas a venir para tenerte pescado y almejas? –me dijo.
–No te preocupes, a eso vengo: a hablar de las almejas –le contesté.
Ella colgó del algodón una bolsa que traía con tortillas de harina, se acomodó el cabello y se sentó en una piedra grande frente a mí.
–¿Te acuerdas cuando íbamos a las almejas? –continuó–: yo todavía voy y ninguna de las plebes de entonces me quiere acompañar. Le estuve insistiendo a mi comadre Carmen; ahora es mi comadre y fue una vez conmigo, pero vieras cómo me arrepentí.
«Se estuvo quejando desde que íbamos y cuando regresamos, se la pasó echada cuatro días, que no se podía levantar de lo molida que estaba. Es cierto que ya no somos unas plebes, pero es de más. Aunque yo, mijita, ahora nomás voy cuando está mi marido para que él se las traiga. Yo soy muy buena para sacarlas, ya sabes, pero sí me bofeo con el peso. ¿Cuándo vas a venir para ir?»
–Tú nomás dime cuándo hay marea y estás libre, y yo vengo –le aseguré–. Ahorita vine para que me des la receta de los tamales de almeja –mentí.
–¿De veras no sabes? Se me hace raro porque tu mamá fue de las primeras que los empezaron a hacer.
–Es que mi amá –dije yo– no pasa las recetas, para todo dice es lo más sencillo del mundo y de ahí no la sacas.
La Vilma sonríe, toma una vara y empieza a rayar la tierra.
–Es que sí es fácil –alega–: haces la masa igual que si fueras a hacer tamales de carne, con chile colorado y todo, pero en vez de agua, le pones la misma agua donde cociste las almejas y salen más buenos.
Yo tomé nota.
–Niña tráenos dos vasos de agua –le dijo Vilma a su hija–. Ah, pues para eso ya tienes preparado el picadillo de almejas guisadas, como si fuera de carne. Igual. Mi amá le pone tantita mantequilla y una cucharadita de mayonesa cuando lo está guisando, y pues ya tú sabes si le quieres poner rajas de jalapeños. Ya casi nadie quiere hacerlos, yo soy la única que hace para vender y sí me queda. Es una chinga, ya sabes, pero sí queda.
Mientras me cuenta de la venta, veo su rostro arrugado por los soles recibidos y noto que no recuerdo nada de sus facciones, que sólo la identifico por la voz y los recuerdos compartidos.
–¿Tu niña va a las almejas? –le pregunto.
–¡Nombre! Pobre de ella, ya sabe que me la chingo –contesta–. A veces va con mi esposo y conmigo, pero no me gusta, se me hace muy pesado para ella. Ya sabes que, a su edad, nosotros desde cuándo le andábamos rascando al mar, pero es distinto; mi amá siempre estaba acostada, enferma, ni quién se preocupara por mí. Aunque a uno no le parecía sufrido, lo agarrábamos a juego. Pero no quiero que ella vaya. Mi marido y yo trabajamos mucho para que no les falte.
«Mi viejo trabaja en una granja pal lado de Mochis, le pagan bien, viene dos días a la semana; yo trabajo en la tortillería de harina y me dejan traerme la merma y ya es ganancia. Cuando viene mi viejo y vamos a las almejas, gano 400 extra. Es bien cansado porque hago todo: ir a sacarlas, lavarlas, cocerlas, pizcarlas, embolsarlas y venderlas, pero es buena ganancia. En la tortillería nomás me pagan 600 a la semana. Es que ya sabes que tengo un plebe grande, él estudia pa enfermero en Los Mochis, y pues eso sale bien caro. Pero ya casi termina. Me da tanto gusto. Yo ni cuándo pensar en estudiar. Y le digo a estos plebes: estudien, la vida está muy pesada para los que no quieren ir a la escuela; y la plebilla cabrona, ¿qué crees que me contesta?: Ay, amá, ni pa qué te preocupas, yo me voy a casar luego. Y le digo a mi viejo: Viejo, ¿qué vamos a hacer con esta plebe? Yo me casé de trece años con el papá de mi plebe más grande, pero no es igual.»
Recordé la última vez que la Vilma y yo nos peleamos. Teníamos nueve años. Esa vez yo no había ido a las almejas. Estaba cayendo el sol y yo andaba en la orilla del mar, turisteando. La marea estaba muy baja, seco; vi que a lo lejos venían hacia mí la Vilma y sus primas con las almejas. Para lucirse, me mentó la madre y yo me senté en una lancha embancada a esperar que saliera, para pegarle y limpiar mi honor. Salió tan ensopada, que no la podía agarrar de ninguna parte. Se me resbalaba. Y me pegó, igual que todas las veces anteriores. Llegué a mi casa llena de lodo, desgreñada y con el orgullo abollado.
Me despedí al oscurecer. En mi libreta llevaba una receta que francamente no necesitaba. Sólo había sido el pretexto para volver a verla. Me fui con la alegría de saber que está bien, que es feliz con su familia y que ya no me pegará. Bueno, eso espero.