SINALOA DE FRENTE Y DE PERFIL

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CON LUMBRE EN LA SANGRE

La sangre se nos agolpó en las sienes

cuando dos campesinos fueron asesinados

para proteger a la colonia griega,

durante el régimen del general Pablo Macías Valenzuela,

y tronó entonces nuestra voz solitaria.

Como en ciertas películas, nos hubiera gustado como fondo musical una melodía de Mozart.

Hay una especie de fatalismo y de destino en la historia de La Voz de Sinaloa. Casi simultáneamente desaparece el periódico, muere su fundador y directos Gustavo D. Cañedo y es demolido también el viejo edificio en que se asentó en sus últimos y también principales años. Incluso el archivo es quemado, como fiel acatamiento de un inexorable destino que destruye en definitiva una potente expresión de vida y rigor.

En el edificio en ruinas improvisa su morada un joven orate que destruye a pedradas vidrios de automóviles y causa graves accidentes, y al final él mismo sufre un accidente mortal.

Pero hubo esplendor en yerba, esplendor vivo en inquietudes, ambiciones, pasión y violenta contradicción.

Un día se le ocurrió al comerciante Cesáreo Castillo expresar la temeraria idea de que el periodismo era refugio de fracasados y nada pudo detener nuestra cólera de jóvenes envalentonados, ni siquiera la intervención amistosa de Alfonso Cebreros. Nos arrojamos lanza en ristre en contra del osado que se había atrevido a emitir tan despectivo juicio.

Stefan Sweig, en la biografía de Marat, había definido en el violento convencional de la montaña al prototipo del fracasado que, después de múltiples incursiones fallidas en varias disciplinas, había encontrado por fin el éxito deseado en la política, refugio en su concepto de ineptos.

Nos solidarizamos con Stefan Sweig y su juicio sobre Marat y los políticos, pero rechazamos rotundamente la opinión de Castillo. Después de todo, el sublime suicida de Petrópolis, el de El mundo de ayer, podía darse esos lujos, y en Sinaloa no teníamos, por otra parte, argumentos válidos con que rechazarlos. Tampoco a Castillo, pero eso era cuenta nuestra.

En el ámbito del periodismo, lo único que sobrevive a Gustavo D. Cañedo, a lo que fue su obra, fue su agrupación periodística, y su ser, sus contradicciones humanas, lo claro y lo oscuro de su vida, todo ello aplicable también a la profesión que ejercitó.

Un día Gustavo hizo un llamado a los jóvenes “valores del periodismo”. Y todos ellos, a saber: Carlos Manuel Aguirre, Roberto Hernández R., Rafael Vidales Tamayo y el que esto escribe acudimos en tropel. Abandonábamos el matutino  El Tiempo, que dirigía Juan Macedo López y que era el diario oficial del Gobierno del Estado, por dos razones fundamentales: la solidaridad humana y los toneles de cerveza que nos regalaba nuestro nuevo anfitrión.

Pero en Sinaloa, La Voz de Sinaloa se convirtió en una torre de Babel, en un mosaico a donde llegaban todos los peregrinos y los sedientos. Ahí estarían también Guillermo Ibáñez, Reynaldo González Jr., Heriberto H. Mejía, Carlos Mateo Sánchez, Fernando O. Ramos, Anatolio Ortega, Alfonso L. Paliza, Herberto Sinagagua, Humberto López, Antonio Pineda Gutiérrez, Cipriano Obeso Camargo, Francisco Gil Leyva, Francisco Higuera López, Manuel Tatá Jiménez, Antonio Nakayama, Amalio Luis García, Manuel Ferreiro y Ferreiro, Jesús Espinoza de los Monteros, Jorge Guillermo Cano, Odilón López Urías, Alfonso Muro Russell, los hermanos Lucano, Raúl y Rafael Franco Zazueta, Jesús Sosa y Ávila, Carlos José Sánchez, Luis F. González, doctor Nicolás Vidales Tamayo, su hijo Nicolás, Enrique Ruiz Alba y, entre tantos y tantos más, hasta el propio Pilar Ángel Zazueta. El mismo Enrique Félix, cuando perdió la razón, cuando inició su doloroso declive, escribió en La Voz de Sinaloa artículos incomprensibles que fueron publicados íntegramente.

Es humano asociar la propia persona a la institución que existió tan memorablemente y, aunque sea en forma sucinta, diremos que nuestro paso y estancia en La Voz de Sinaloa no tuvo, parodiando aquí a Manuel Lazcano, las huellas de una raya en el agua. Dígase entonces, brevemente, que en este lapso luchamos contra molinos de viento y escribimos una pequeña historia, que en cierta forma fue lección.

Desafiamos gobernadores, aprovechamos la libertad que nos daba Gustavo y nuestra heroica inconsciencia para luchar contra fuerzas infinitamente superiores y supimos de la persecución, del amago de muerte, del proceso y de la cárcel.

La sangre se nos agolpó en las sienes cuando dos campesinos fueron asesinados para proteger a la colonia griega, durante el régimen del general Pablo Macías Valenzuela y tronó entonces nuestra voz solitaria. Durante el gobierno del doctor Rigoberto Aguilar Pico, nos solidarizamos públicamente con el grito de inconformidad de Guillermo Ruiz Gómez, y ante el leyvismo sacudimos también con nuestros embates a los monstruos sagrados del sexenio. Durante el régimen de Leopoldo Sánchez Celis y de Alfredo Valdez Montoya, nuestra posición frente a la Universidad fue inexpugnable y dramática, directa, y así ha seguido hasta la fecha. Cuando Enrique Pozo Araujo, el hijo de Agapito Pozo, el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ordenó nuestro encarcelamiento, sabíamos que se cosechaba el fruto de una lucha amarga, pero progresivamente limpia.

Dígase que en ese mosaico de gentes, que durante diferentes épocas llenó La Voz de Sinaloa, tres entraron en el mundo de nuestros afectos con particular intensidad: Benjamín Félix, que no era periodista sino un exquisito pianista que se declaró hijo adoptivo de La Voz de Sinaloa, Fernando O. Ramos, nuestro siempre incomparable Conde Cagliostro y Anatolio Ortega, que traía el virus de la tristeza.

Los tres representan un caminar que queda trunco, una frustración en lo general de todos sus anhelos y un final, hermoso o triste, según se le quiera ver.

Los tres representan para mí la mejor esencia de lo que fue La Voz de Sinaloa. En su fracaso, en la amarga frustración y en el nunca poder llegar a la cima está quizá el gran secreto del valor que escondieron.

Porque son la solidaridad humana, el amor increíble, la búsqueda de la meta inasible y la autopiedad, que es también piedad hacia los demás y que encierra la entraña del verdadero amor, lo que nos hace valorizarlos y estimarlos así.

La Voz de Sinaloa, revista Presagio 36, junio de 1980.

(Sinaloa de Frente y de Perfil, Jorge Medina León, Editorial UAS, 2012, p. 19)

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