Sinaloa de Leyva: un recuerdo, una mirada

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A fines de los años 70s, con vitalidad adolescente, mi entrañable amigo Tomás fue complice de mis andanzas. Cierto día amanecimos en Estación Naranjo. Estaba tierna la mañana cuando quisimos desplazarnos a Sinaloa de Leyva. Junto al arroyo Ocoroni esperamos un inconstante camión de pasajeros; un señor entrado en años hacia lo propio. Ante la espera, optó por recorrer a pie los tres kilometros que lo separaban de su hogar. Lo acompañamos. Una vereda anunció la llegada a su destino. El rústico autobús nunca se hizo presente. Continuamos nuestro andar por casi seis horas desafiando la soledad, lo agreste, el sol y la sed; la tarde envejecía cuando la cúpula de una iglesia anunció que la antiquisima villa de San Felipe y Santiago estaba próxima. Llegamos al poblado y cambiamos el ”confort” del viaje jugando una “cascarita” de basketball que por supuesto perdimos. Dorminos en una vivienda adaptada como casa de huéspedes, ubicada al lado del solar o paraje que funcionaba como llegada y salida de autobuses. Dos catres de lona colocados en un pequeño recibidor nos parecieron nubes en el cielo: nuestro descanso fue como afirmaba Sancho -el fiel escudero del Quijote-:  “en tanto que duermo, ni tengo temor, ni esperanza, ni trabajo ni gloria; y bien haya el que inventó el sueño, capa que cubre todos los humanos pensamientos…balanza y peso que iguala al pastor con el rey y al simple con el discreto”… así que: dormimos como reyes.

Al día siguiente, apreciamos mejor la arquitectura y el espacio urbano. Disfruté sus hileras de casas centenarias, pintorescas, Por sus calles caminé de la mano de la historia, donde cada piedra, cada muro tiene un pasado que contar y cada rincón es un tesoro.

Un lugar donde esfuerzos colonizadores, empresas de fe, resistencias y conversiones religiosas marcaron su vida colonial. Importante asiento poblacional y centro misional; epicentro de una tenaz labor evangelizadora en el norte de Sinaloa y más allá. Incluso, sede ocasional de poderes por aquellos tiempos.

De su grandeza me “hablan” sus casonas, su hermosa iglesia y su emblemática torre. Sobre su geografía urbana, es de parafrasearse, al poeta salvadoreño Alfredo Espino:

“De las casas hincadas bajo de la arboleda,
la tarde está agitando sus pañuelos de seda,
y la vida en el pueblo pisa alfombras de calma”

También recorrí su río, su embalse y su frondosa ribera, donde el verdor engalanaba el potente caudal del río Petatlán o Sinaloa.

De toda ciudad o poblado me atraen sus colinas y sus templos. La iglesia que aprecié sustituyó a una modesta edificación de lodo y vara de fines del siglo XVI y a un templo posterior con mayor dimensión y magnificencia: naves, pilastras de cedro, coro, torres, capillas; sin faltar bautisterio, presbiterio y sacristía. Con altar mayor y seis altares más, al igual que retablos, cuadros e imágenes religiosas de gran talla.

Esa edificación fue destruida por una gran inundación de 1770. La “nueva” iglesia que conocí se empezó a construir en 1796, concluida tres lustros más tarde: también con tres naves, planta de cruz latina y una casa cural anexa; par de torres y capillas en crucero. Con gran escalera y barda con arcos invertidos. Custodiada por jardines y por el entonces Palacio Municipal.

En la parte baja del poblado, destacan los restos de la torre del templo antiguo. Edificación que estoica resiste los embates del tiempo (en 1943, un ciclón la dañó nuevamente). Más allá de su simbolismo religioso y patrimonial, al pie de esa torre se acarician recuerdos, se entrelazan y florecen sueños, el espíritu encuentra paz y el alma un propósito.

Asimismo, los rayos dorados del sol bañan sus plazas y las sombras de sus árboles susurran secretos, alegrías, melancolias y hasta sueños ausentes. Además, descubrí una población con raíces atávicas, generosa, donde moran los afectos; personas que desde lo apacible regalan esperanzas.

Su arquitectura colonial, su pasado oculto, su entorno natural y humano me maravillaron desde hace décadas y sigue provocando lo mismo cada vez que la visito, recorro sus calles y ahora su nuevo malecón. Sigo atisbando sus edificaciones y ruinas, recreando su pasado con mi imaginación, dando rienda suelta al recuerdo y sublimando su presente.

A este bello poblado lo conservo suspendido en el tiempo, atrapado con mis sentidos. Sinaloa de Leyva se quedó en mi corazón.

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