Aún recuerdo la expectación de los fines de semana cuando íbamos al cine a ver a El Santo a ver sus aventuras y sufrir con las madrizas que le propinaban los rudos montoneros o los gánsteres o los monstruos en turno, que lo hacían parecer aniquilado para aumentar nuestra angustia de niños, hasta que el muchacho ya mayor de al lado comentaba:
–Se está dejando para agarrarlos cansados –como si dejarse golpear sin que lo resintiera fuera parte de los habilidades del personaje.
Y en efecto: no pasaba mucho rato cuando ya estaba nuestro superhéroe noqueando a uno, atolondrando al otro y dándole una patada a aquel más, hasta poner en fuga a sus enemigos, regresándonos el alma al cuerpo.
¡Eso nos demostraba que el Santo seguía siendo el héroe en el que nunca había que perder la fe!
2. PARTE DEL IMAGINARIO
Aquí me sumerjo en terrenos escabrosos, reservados a la periodista Marisa Pineda, quien es conocida fan de todo lo que huela a lucha libre a dos de tres caídas sin límite de tiempo.
Y es que yo, en una especie de confesión hoy vergonzante, fui admirador de Santo El Enmascarado de Plata, lo cual no era mérito en una época –los años 60 y 70- en la que no solo los niños sino muchos jóvenes y hasta muchos adultos, podían presumir de lo mismo.
Desde fines de los años 50 – cuando aparecieron sus primeras películas- la mayoría de los mexicanos lo agregamos al santoral (aquí sí que sí) emanado del imaginario del cine mexicano (tipo Pepe el Toro, María Candelaria, Tin Tan, Cantinflas, El Látigo Negro y otros), aunque el Santo apareció ya en los estertores de la época de oro.
3. DE LA REVISTA AL CINE
Tuvo mucho que ver en su deificación la historieta que, desde 1952, creó y editó José G. Cruz (fotos en sepia silueteadas contra entornos dibujados), que fue quien le puso el otro apodo, “El enmascaro de plata”. Y aunque la primera película con luchadores se hizo en 1954, irónicamente con ese título, el protagonista era un villano (y no fue el Santo).
Para la revista, en una primera época el Santo posaba para las fotos pero años después dejó de hacerlo y el que posó fue otra persona, y se ponía la “S” en al frente para distinguirlo del verdadero.
Sus primeras películas fueron “Santo contra el cerebro del mal” y “Santo contra los hombres infernales”, aparecidas en 1958, de bajo presupuesto, hechas para la perrada, entre la cual me incluyó pues procuraba no perderme ninguna, cuando el cine de don Tomás Ramírez las proyectaba en aquel humilde cine de rancho, a blanco y negro, hasta que llegaron los cines de húngaros y las proyectaron por primera vez a color, con producciones más recientes.
Se dice que esos primeros filmes del Santo los realizaron en Cuba para evitar que los sindicatos de la industria fílmica mexicana les chuparan el bajo presupuesto. Las terminaron justo un día antes de que Fidel Castro y sus hordas comunistas entraran a La Habana y ¡pies, para qué los quiero!
4. NINGUNO COMO ÉL
Las películas fueron un éxito de taquilla y con los años filmaría 50 más. Tuvieron tal impacto que, con el tiempo, en países europeos se les consideró “joyas” de lo que llamaron “cine surrealista mexicano”, como las de Juan Orol, que mezclaban todo, valiéndoles roña la coherencia narrativa, la temporalidad y qué sé yo.
Más que filmes de horror, los del Santo tachados como “comedias involuntarias”.
Y tras el Santo llegaron otros superhéroes enmascarados, pero ninguno como El Enmascarado de Plata. Ni Blue Demon que se le acercó un poquito, ni Huracán Ramírez ni la Tonina Jackson, y ni siquiera el “Mantequilla” Nápoles que era boxeador y participó en alguna de sus películas, combatiendo contra la Llorona. Y así hasta los años 80.
5. LANCES CONTRA EL MAL
Desde la pantalla a la más febril imaginación, el Santo nos hacía soñar con llaves, contrallaves, castigos y lances y aunque no conociéramos sus nombres, sabíamos de los tirabuzones o de la Tapatía, la de a Caballo (que hizo famosa el Santo, montando al rival sobre el lomo para jalarlo hacia atrás desde la barbilla hasta que aleteaba las manitas en señal de rendición).
También la Cavernaria, la Yegua voladora, la Guillotina, la Doble Nelson, la Hurracarrana (creada por Huracán Ramírez); la quebradora en la que el luchador levanta a su rival y lo deja caer sobre la rodilla, o la llave prohibida que es el Martinete, para levantar al rival cabeza abajo y darle topetazos contra la lona.
¡Estos enmascarados! Lo suyo era el calzón por fuera como Supermán y los altos tenis deportivos sobre la malla, y la capa a la espalda como si fueran a volar.
Verlo entacuchado (desde 1966) se me hacía ridículo, pero era su traje cuando socializaba o aconsejaba al jefe de la policía de esa “ciudad gótica” que era Chilangolandia, sobre cómo combatir a los criminales, monstruos, momias, zombis, científicos locos o extraterrestres.
6. EL SECRETO MEJOR GUARDADO
Otros tal vez (y muy su gusto), pero yo nunca quise saber la identidad de El Santo. Después de todo, parte de su leyenda era no saber su nombre ni conocer su verdadero rostro. Eso lo saben bien los que hicieron negocio con su leyenda, vendedores de historietas o productores de cine. El mismo Rudy Guzmán lo supo bien y protegió cuanto pudo su identidad.
Pero con los años, fue inevitable conocer el secreto mejor guardado.
Cuando me dijeron que era medio calvo se me cayó la mitad del ídolo al suelo.
Pero cuando miré la foto de Rodolfo Guzmán y supe su nombre y que era de Tulancingo, Hidalgo, la verdad me importó ya muy poco.
Tenía más de 20 años y la fiebre había pasado.
7. LOS DOS SANTOS
Después de todo, mi Santo no fue el que nació en 1917 en Hidalgo, y debutó en la lucha libre en 1934, a los 16 años de edad, peleando (¡válgame Dios!) como rudo, y asumiendo nombres como Rudy Guzmán, El Demonio Rojo o el Murciélago Enmascarado II (por el que fue demandado).
Mi Santo era el que nació en 1942, cuando su entrenador formó un equipo y le hizo elegir entre tres apodos: El Santo, El Diablo o El Ángel. Rodolfo Guzmán eligió El Santo, peleando con los rudos, y pronto se hizo popular por su destreza, por lo que mejor se cambió al bando técnico.
Sí aquel que, en luchas de máscara contra cabellera, nunca perdió la máscara y del que se decía que no se la quitaba ni en su casa porque tenía la cara llena de cicatrices por los golpes recibidos. Y no aquel al que sus diez hijos le ayudaban a cuidar su identidad, diciendo a amigos y vecinos que su padre era agente de viajes.
Sí aquel que murió para los rings en 1982, cuando se despidió de los escenarios y de la vida pública.
No aquel que volvió a los medios dos años después para quitarse la máscara en el noticiero de Zabludovski, ante todo México, para morir unos días después de un infarto, a los 66 años de edad.
Sí aquel del que intuyo que ha de andar todavía por allí, y al que rogamos que, en vez de combatir espantajos, venga a salvarnos de tanta violencia e inseguridad, hoy con la complicidad de todas las autoridades de nuestro país.