El deceso de Juan Gabriel confirmó su pertenencia patrimonial a la cultura del pueblo mexicano; su originalidad caló hondo en el alma de un ser que en dolor canta y en la alegría llora.
Son tantos los dones alegres de su creación musical, que la parafernalia de sus detractores apenas roza el esplendor de su magnificidad; fenómeno mediático si como instrumento de acceso a la intimidad de personas que en silencio o en estruendo necesitan de sus melodías y letras que integran sus canciones.
Milagros abundantes, extraños y sencillos; oigamos y veamos la honda tristeza popular transformada en canto para afirmar que fue y es un sanador de almas atormentadas, de personalidades reprimidas, de intimidades escondidas y alegrías explosivas. Si me permiten, lo declaro el Santo de la Alegría.
Seguro estoy que su recuerdo objetivado en la ancestral cultura mexicana de la fe, sabrá imponerse sobre el interés patrimonialista de quienes se creen con derechos mercantiles por su imagen y proyección mediática. Pronto lo veremos como marca, tal como sucede con Pedro Infante, pero ni eso detendrá a quienes le compongan plegarias y oraciones al implorar sus favores; sus estatuas, que existen varias en la geografía mexicana, darán pie a imágenes impresas y reproducciones que adornarán los hogares mexicanos, transformados en altares como signo verdadero de veneración protectora.
Juan Gabriel no es un santo de la hipócrita pureza, sino de la libertad interior; con valor supo transitar su terrenalidad otorgando felicidad. Su santidad, que ya inició un recorrido impredecible, derrotará a las sectas que surjan en su nombre.
Te pido, San Juan Gabriel de la Alegría –cuando apenas asciendes a tus magníficos espacios–, nos sigas alumbrando por nuestras íntimas confesiones y nos otorgues la posibilidad de seguir llorando por el gusto que nos diste de bailar y cantar juntos.