Por Julio Bernal
En el mostrador de una eléctrica me atendió un hombre mucho más joven que yo. Cuando le dije lo que ocupaba, de un modo extraordinariamente correcto respondió que allí no hacían ese tipo de trabajo. –Pero es que yo no me entiendo con cables y clavijas, yo nada más sé escribir –le aclaré al señor de mediana edad. Fue tal mi desconsuelo, que el hombre acabó solicitándome que saliera a comprar el material y que él armaría la extensión que me urgía para el árbol navideño. De regreso al mostrador con lo que había pedido, el señor se dispuso a realizar el trabajo, pero viéndome de reojo, con esa actitud del que quiere saber algo pero sin animarse a tirar la primera piedra, hasta que por fin encontró el modo:
–¿Conque usted escribe? –me dijo, sin disimular la turbación–. A eso me dedico –le respondí–. Es que yo escribía cuando era estudiante preparatoriano en la UAS –volvió a decir–. Por las fechas en que un profesor que se llamaba Élmer Mendoza me daba clases–. A todos nos motivaba a escribir. Yo dejé de hacerlo el día que mi madre descubrió el cuaderno con mis cosas. Me dio vergüenza –confesó, apenado. Y entonces hablamos de Élmer, de que yo lo conocía y de que además éramos amigos. También le conté que Élmer acababa de recibir un Premio (Sinaloa de las Artes) y que de alguna manera, mis letras, eran también parte de sus estímulos. –Fue el mejor profesor que tuve –me dijo a manera de despedida. Y yo concluí que Sinaloa le debía la altura de ese reconocimiento a Élmer Mendoza, un remanso de luz en este páramo desolado en que de repente se vuelven nuestras calles y nuestras vidas. Saludos de parte del señor de la eléctrica, don Élmer. ¡Mire usted, por dónde andan sus enseñanzas y sus buenas maneras!