—Oiga, ¡qué raro el cuerpo de ese señor! Se me hizo muy cortito de piernas –dijo Octavio Haro a su guía, aquel domingo de 1974, en Maloya, en la sierra de Rosario.
Volvían de una casa donde vieron a un señor todo tapado, menos la cabeza, con una sábana bajo la cual resaltaban el tronco y unas cortas piernas.
—No tiene brazos ni piernas —contestó su anfitrión —. Es tío del mayordomo actual; aquí, el puesto de mayordomo lo gana el que tenga más bien puestos los pantalones: es cuestión de vida o muerte. El mayordomo actual, por tratarse de su tío, sólo le mochó los brazos y las piernas.
Y confesó a los visitantes que él aspiraba a ser el próximo mayordomo. Sólo estaba esperando el momento oportuno.
—¿Qué no hay aquí síndico ni autoridad?
—No, señores, aquí no entra el gobierno. La autoridad somos nosotros… El mayordomo se nombra él mismo.
El miedo que ya traían los visitantes respecto al sitio a donde habían ido a caer, se acentuó.
2. EL CRISTO DE FRAY JUNÍPERO SERRA
Esos días, el cronista de Mazatlán don Miguel Valadés, tenía curiosidad por conocer y tomar fotos al Cristo de Maloya, del que se decía que lo trajo desde España el mismo fray Junípero Serra, evangelizador de California, hecho con piezas de madera de sándalo, unidas con tela por las extremidades, para colocarlo en diversas posiciones.
Para no ir a solo, don Miguel invitó a sus amigos Octavio Haro y Tomás Garay, mecánicos y compañeros de correrías.
Iban temerosos porque les advirtieron que los extraños no eran bienvenidos en la región. Años atrás hubo un pleito de familias que puso a la región en zozobra. Los agarres eran constantes. A eso debía quizá su mala fama.
Dicho Cristo es muy venerado por los lugareños, tanto que un día, un cura lo vio tan deteriorado que quiso quemarlo para usar sus cenizas el Miércoles de Ceniza, pero los vecinos lo impidieron y lo mandaron restaurar.
En otra, un obispo se lo quiso llevar ya restaurado y no se lo permitieron.
(Leí esta anécdota en el libro “Crónicas mineras” (Ed. 1980, UAS – Adrián García Cortez, segunda ed. en 2013), capítulo “Donde hierve el agua” (serie de 5 crónicas publicadas en Noroeste del 17 al 21 de mayo de 1978).
3. CUÁL DE LOS DOS CAMINOS
Maloya, a dos horas de El Rosario, fue un pueblo indígena que, en 1828, tuvo el rango de celaduría, en la alcaldía de Matatán, municipalidad de Cacalotán, distrito de Rosario. Hoy es cabecera de sindicatura.
En 1979 tenía solo 180 habitantes y no más de 30 casas, y se hallaba en el atraso total.
Hacia allá salieron temprano, en una camioneta Willys blanca. Al llegar al río Baluarte, dejaron la carretera y doblaron hacia La Rastra por un camino de terracería, y un tipo les pidió raite, y al decirle que sí brincaron dos más, con un costal con mazorcas que podrían encubrir otra cosa.
Se bajaron más adelante y los viajeros acordaron no pararse más.
Desde Matatán, subieron la sierra hasta que el camino se bifurcó. Preguntaron a un ranchero cuál tomar:
—Y ¿por qué no van a Corral de Piedra, que está más bonito? — indagó el fulano con desconfianza.
—Porque queremos ver el Cristo de Maloya, nomás — respondieron.
—¡Váyanse con cuidado! – les advirtió tras indicarles la ruta.
4. NOMÁS MUJERES Y NIÑOS
Tras bajar un cerro divisaron Maloya, un pequeño ranchito sobre una planicie. Unos músicos de banda les pidieron raite, pero ya no quisieron pararse.
En medio del pueblo había un huanacaxtle, bajo el cual una señora vendía raspados. Solo había mujeres y niños. Preguntaron por el mayordomo del pueblo, para que les abriera la capilla, pero no estaba.
Mucho rato después llegó un jinete:
—¿Quiénes son ustedes? ¿Pa’ qué quieren al Cristo?
—Solo para tomarle unas fotos. Dicen que es muy antiguo.
—Yo soy el mayordomo del pueblo —dijo tras comerse un gajo de sandía.
En eso llegó la banda de música seguida de más y más gente. Era como a la una de la tarde. Rumbo a la iglesia se oyeron unos disparos.
5. MATARILE AL CURA
—La iglesia era muy bonita —dijo el mayordomo—, tenía muy bonitos ornamentos que no se ponían prietos; pero una vez vino el curita de Cacalotán y nos los cambió.
Entraron a la iglesia y colocaron tripié, cámara y flashes ante la atenta mirada de la gente.
—¿Quieren que sonemos las campanas? —Dijo el mayordomo—. Tienen oro y suenan a cielo.
Y entre el grupo de mirones y el repique de campanas, los visitantes, nerviosos, tomaron las fotos.
En eso llegó otro tipo, empistolado, muy platicador y les habló más del despojo del cura de Cacalotán:
—Ya no ha vuelto. Tuvimos una junta y se acordó que nos lo íbamos a echar cuando viniera, y se corrió el sombrero. Juntamos 85 pesos, y con lo que se juntara, porque así es la costumbre, se cita al más valiente para que se cumpla la voluntad del pueblo. Nadie debe saber cuánto se junta; con el sombrero envuelto se pregunta: «¿quién quiere chingarse al cura?».
Pero alguien alertó al sentenciado y ya no volvió. Los ornamentos se quedaron en Cacalotán.
6. CORRIERON AL OBISPO
Esos relatos no contribuyeron a tranquilizar a los visitantes. Menos cuando empezó la balacera al son de la banda, que amenizaba un quinceaños.
Pa’ pronto, empacaron todo para irse, Pero en eso llegó aquel tipo tan platicador:
—¿Cómo que ya se van, nomás así? —les dijo—. No, señores… La vieja mató un pollo y ya está listo para que coman.
Insistió y no hubo modo de negarse. Ya en la casa donde iban a comer, dijo:
—Una vez vino el obispo con sus seminaristas a darnos catecismo; pero no lo queríamos porque muchas veces lo habíamos invitado y nunca nos hizo caso. Cuando llegó le dijimos: «Mire, sus muchachos darán el catecismo; pero a usted no lo queremos. Así que ¡váyase!» Y no hubo catecismo.
7. EL VINO «JEDIONDO»
En eso apareció un tipo vendiendo un vino al que llamaban «jediondo» porque lo revolvían con cerveza. El anfitrión sugirió que mejor se lo ofreciera al anterior mayordomo y lo guio a su jacal, seguido por los visitantes.
En una cama estaba acostado aquel tipo tan raro, sin brazos ni piernas, el pelo rapado, enjuto, y que parecía un enano. Tras discutir el precio, compró toda la carga de vino, revoltura de mezcal con cerveza.
Regresaron a la casa, a comer. Les sirvieron el pollo partido en piezas, con arroz, y les arrimaron una cazuela con frijoles de la olla y cebolla.
En eso oyeron que se acercaba la tambora y dijo el anfitrión:
–¡Cierren la puerta, porque estos jijos de la chingada son muy necios!
Y cerraron la puerta que da a la calle, mirándola cada tanto.
—Mire, ya me han balaceado esa puerta, que hasta parece una coladera. Así que usted, mejor cámbiese para acá. No vaya a ser el diablo…
Y rapidito, Valadés se cambió al otro lado.
8. JUDICIALES
En eso el anfitrión les dijo por qué no habían visto hombres al llegar:
—¡Creyeron que eran judiciales! La camioneta en que vienen ellos es blanca, como la de ustedes. Hasta que se dieron cuenta de que no eran, aparecieron; lo de las campanas fue una señal de que todo estaba bien.
La banda sonaba más cerca y la balacera arreciaba y algunos tipos empezaron a gritarles desde el otro lado de la puerta, que salieran a echarse unos tragos.
—¡Ahorita que terminemos de comer! — gritó el anfitrión, y al terminar, los visitantes se resignaron a probar ese vino «jediondo», en una botella ballena que se pasaban de boca en boca.
—A los señores ábranles una botella nueva —dijo uno—. ¡Esta ya está muy babeada!
Y tras beber un trago cada uno, ahora sí, ¡patitas pa’ qué las quiero!
— ¿Por qué tanta prisa, señores? —Dijo otro—. Se van a poner bueno el quinceaños.
9. MÚSICOS «A GÜEVO»
Y les contaron que hacía mucho que no se oía una banda en Maloya. La última fue en Semana Santa, pero los músicos «se habían tirado a matar, que hasta los pitos dejaron abandonados».
—Los indios estos hicieron tocar a los músicos a punta de bala hasta que se les reventaron los labios —dijo otro—; así que a estos los tendremos por lo menos ocho días con música.
Ya en la camioneta y rodeados de gente, los viajeros se despidieron y salieron despavoridos jurando no volver jamás.
Para colmo ni las fotos obtuvieron, pues con el nerviosismo olvidaron correr el rollo de la cámara y no hubo tomas del Cristo. Pero eso lo sabrían hasta después.
10. NO QUEREMOS EL CAMINO
Ya en Mazatlán, confirmaron el carácter de esas gentes cuando leyeron en un diario que un ingeniero fue a Maloya para hacer el trazo del camino, y lo recibieron con que «no, señor, no queremos camino».
—Y entienda que no queremos el camino —le reiteraron.
Y para demostrarle que no querían el camino, lo bajaron del vehículo, le mataron una perrita que llevaba y lo hicieron descalzarse y que se regresara a pie.
—Pa’ que sepa que no queremos el camino.
11. ACLARANDO LAS COSAS
Cuatro años después, en 1978, el cronista don Adrián García Cortez se propuso ir a Maloya a lo mismo, y pidió a Valadés que lo acompañara, pero este se negó.
—Creo que solo quisieron asustarlos y divertirse con ustedes –dijo don Adrián tras oír el relato.
—¡Ay, amigo!… Y en esos momentos, ¿quién le asegura que no era cierto?
Ya en Maloya, García Cortez preguntó sobre aquel hombre a quien un sobrino le había mutilado piernas y brazos.
—¡Ah, sí, don Cirilo Rodríguez! —le dijeron—, ya murió. El pobre tenía la costumbre de ir a pescar al río con cartuchos de dinamita, y un día le estallaron en las manos; pero no escarmentó y lo hizo otra vez y le volvieron a estallar. Fue cuando le amputaron brazos y piernas…