A Navito, pueblo prehispánico en la orilla norte del río San Lorenzo (antes río Cihuatlán), llegó el sanguinario conquistador Nuño de Guzmán en 1531 y encontró un pueblo con costumbres matriarcales. Allí fue recibido en son de paz y agasajado con comidas y un espectáculo singular:
«Al pasar el río rompieron los indios un bosque que tenían plantado a mano, y en él muchos caimanes encerrados, los cuales luego que se vieron libres saltaron al río, y los indios con gran destreza se les subían encima, flechaban y lazaban, lo que fue de tanto agrado para los españoles como el mejor torneo», narró fray Antonio Tello en 1650.
En ese rumbo fundó la villa de San Miguel, tras ser rechazado por las tribus del Huey Colhuacan, donde la reinstaló después, ya vencedor.
Navito es hoy una comisaría de la sindicatura de Eldorado, a dos kilómetros de este pueblo por la carretera a Quilá.
Pero la actual ubicación no es a la que llegó el conquistador. Antaño el pueblo se ubicaba en Las Palmas o El Palmar, en la margen de lo que fue el Río Viejo, antes de que su curso se desviara, y al tiempo se mudaron a causa de las inundaciones.
2. DON FRANCISCO MARTINEZ EN NAVITO
Al hecho de que, al llegar los conquistadores encontraron puras mujeres, o quizá por sus costumbres matriarcales, es que historiadores como don Héctor R. Olea, afirman que la palabra «Navito»es la castellanización del vocablo «nahuila», que quiere decir «propio de mujeres», adecuándolo al sentido de «lugar de amazonas», que alude a su sociedad matriarcal. Pero otros estudiosos más modernos lo traducen simplemente como «lugar de tunitas».
Con su largo historial, Navito tiene mucha tradición y leyenda, más allá de su celebración de Semana Santa.
El cronista de Quilá, don Francisco Martínez R., en su libro «Navito, crónica y leyenda» (Edit. La Crónica de Culiacán, 2003, Colección Dixit núm. 19), recoge algunas de sus tradiciones orales:
«Muchas leyendas y muchas historias se han escrito y se seguirán oyendo y escribiendo sobre las tribus sabaibas y tahues que fueron fundadoras del antiquísimo Navito», dice.
La siguiente selección, dice, proviene «de una época que nunca más se repetirá en el bello Navito y que trascendió el valle del río San Lorenzo»:
3. EL ENCANTO DE LAS PALMAS
Aun se suele hablar de Las Palmas, el sitio donde antes que hoy, estuvo Navito y antiguo centro ceremonial indígena.
Don Benigno Aguirre, quien era sacerdote laico de Navito, muy recto y serio él, solía contar que un día salió del pueblo con su caguayana, acompañado por un amigo de raza indiana, y al llegar a El Palmar, de repente, del «paisaje triste y desolado» por el que caminaban se vieron en un lugar lleno de árboles, «con un verdor que despedía fuerza y confianza; una vegetación tupida adornada con los cantos de los pájaros que conformaban un ambiente con olor a flores y un aroma embriagador; parecía un paraíso, un edén desconocido».
Entonces don Benigno empezó a cortar algunas ramas con su caguayana, y el indio le preguntó:
–¿Qué haces, Benigno? ¿Por qué haces eso?
–Para marcar el camino de regreso- contestó aquel.
–N’hombre, déjate de eso; esto únicamente lo verás cuando vengas conmigo.
Y se regresaron hasta llegar al mismo lugar desolado y triste, quedando don Benigno consternado.
4. EL CRISTO DE ORO
Tras la llegada de los españoles a Navito (en Las Palmas), se construyó la primera capilla católica, con muros de ladrillo colorado, en la que es fama que había un Cristo de oro, el primero de su tipo en el noroeste, que en una de tantas inundaciones se extravió.
Se cuenta que una vez, un campesino regresaba de su trabajo, pala y machete al hombro, y al pasar por Las Palmas, le dieron ganas de «hacer del dos» y recargó sus cosas contra un muro de tierra roja, y «se dispuso a hacer lo que tenía que hacer».
Al terminar, tomó sus cosas y se fue a la hacienda de Eldorado, donde platicó a sus amigos lo que había visto.
El hacendado Redo lo mandó llamar, pues hacía tiempo buscaba esas ruinas bajo las cuales se decía que estaba enterrado el Cristo de oro.
Otro día salió con un grupo de trabajadores equipados con palas, zapapicos y hasta instrumentos para localizar metales. El campesino se esforzó por recordar el lugar, pero no lo hallaron.
Doña Maurilia Aguirre, vecina de Navito, recuerda que cuando hicieron la carretera por ese rumbo, mucha gente estuvo al pendiente donde escarbaban las máquinas por si aparecía el mentado Cristo de oro.
5. EL SANTO ENTIERRO
Los navitecos piden sus milagros al Santo Entierro (imagen del cadáver de Jesús en su nicho), cuya imagen se encuentra expuesta en la capilla del lugar. Doña Maurilia Aguirre contaba una leyenda sobre cómo llegó al lugar, pues se sabe que procedía de Ajoya (San Ignacio), otro pueblo famoso en una época por sus brujos.
Dice que los creyentes de Ajoya apostaron la reliquia a los de Navito. Pero al perder, los ajoyanos no quisieron entregarla. Entonces los navitecos idearon robarla y, «después de mil peripecias por caminos y veredas, montañas y valles», la llevaron a Navito, donde la estuvieron cuidando noche y día y al tiempo le construyeron una capilla y después el templo.
6. EL ÚLTIMO DIABLERO
Durante mucho tiempo, Navito tuvo fama como pueblo de brujos, quizás por su origen indígena y la presencia de curanderos que sanaban con remedios ancestrales (la gente suele aun confundir brujos con curanderos).
En la región existían también los diableros, que solían hacer diabluras, y estaban relacionados con el Diablo.
Se dice que el ejidatario don Rodolfo Gaspar López, el «General», fue el último diablero, y a fines del siglo pasado tenía casi 90 años. Él contaba que quedó huérfano a los tres años y fue recogido por una familia de El Higueral, que lo entrenó en el arte de curar con base en la brujería. Después de las clases, narraba, lo sometían a exámenes muy duros.
Comisariado ejidal de Navito, solía platicar que realmente lo entrenaron para hacer diabluras y curarlas, pero no las practicaba. Aunque supo de algunos casos que se dieron.
7. EL CUENTO DEL PESCADOR
Cuenta que había un joven pescador que tenía una buena canoa para trabajar y un día se la pidió prestada un diablero al que apodaban el «Cácaro», pero el joven no quiso porque la necesitaría esa noche.
El diablero se retiró medio molesto y esa misma noche el pescador se sintió muy raro; de repente se sentía muy alegre, cantador y gritador, a la vez que tenía miedo y desesperación. Finalmente salió de su choza y se tiró a correr gritando por el monte, arrollando los breñales espinosos, las ramas; incontrolable, como si algo en su interior lo impulsara a seguir corriendo.
Apareció dos días después, en Abuya (pueblo también donde había mucho diablero), todo ensangrentado por los golpes y arañazos, débil y a punto de morir. Aunque temían decirlo, todos sabían la causa; un mal puesto por el «Cácaro».
8. UNA MUERTE DE PERROS
Sin embargo, en Navito siempre hubo curanderos y brujos que se dedicaban más a curar del mal puesto por otros brujos. Entre los mejores se recuerda al tío Chevo, que siempre ayudó y nunca hizo mal a sus vecinos.
Todo lo contrario de don Pedro Mejía (muy malo y temido en la región, en el siglo pasado), de quien se decía que era hijo de una mestiza.
Tuvo un trágico fin: le pegó la roña, pero de la mala, la de los animales; se le caía la piel a pedazos y su hediondez se percibía a metros de distancia.
Una vez llegó un médico sin título que ejercía en Eldorado y recorría los ranchos vecinos, y al mirarlo en tan mal estado, abandonado hasta por sus amigos diableros, quiso curarlo rociándolo con creolina, como a los perros, y una noche hubo un estallido en su jacal y murió hecho pedazos.
Se dijo que el diablo se había llevado su alma maldita.
Y de ese jaez las demás.