El pasado 2 de noviembre visité mi pueblo. Recorrí -como en antaño- la ruta “de siempre” rumbo al viejo panteón, alejado del núcleo poblacional de acuerdo a las ideas y valores de tiempos pasados.
Mis abuelos me convocaron: “reposan” en ese lugar. En mi recorrido, pasé por enfrente de la pequeña iglesia que data del amanecer del siglo XIX; bajé la loma para tomar la ruta del arroyo y de las antiguas -y florecientes- huerta y hacienda. Crucé la colonia John F. Kennedy y arribé a la entrada del cementerio.
Es un espacio con cambios notables respecto a mis vivencias de niñez y adolescencia. No observo los ires y venires, al arroyo y canal, por agua para la limpieza de tumbas; ni los puestos de venta de comidas y objetos diversos improvisados en ramadas; desaparecieron el bullicio y las aglomeraciones de antes; tampoco están los niños vendiendo velas de parafina; mi vista añora el concierto de luminosidad que dichas velas provocaban hasta la medianoche. A varios de los amigos y conocidos de antaño no los encuentro como sucedía cada año… algunos ya son huéspedes de este lugar.
Una vez, atravesado el pórtico, tengo que sortear el apilamiento y desorden en la colocación de los sepulcros. Mi primera parada es la tumba de los abuelos maternos, luego sigue la de mi abuela paterna y el resto de familiares fallecidos. Mi mirada y sentimientos van más allá y recorren este espacio mortuorio, palmo a palmo.
El encuentro y saludo con familiares, amigos y paisanos es “natural”. Es una confluencia con rostros, apellidos y afectos que forman parte de nuestra historia. Ellos, al igual que yo, están aquí para honrar y establecer un contacto más cercano con los restos de los ancestros y seres queridos, a quienes evocamos y con quien “tejemos” comunicación al llevar flores, coronas, veladoras y custodiar sus tumbas, a veces mediante rezos y gestos que expresan nuestra sensibilidad, tanto como el sentir y la tradición de un pueblo que no olvida y que reafirma vínculos familiares y parentales.
Un lugar para el duelo y el culto, para el encuentro con el ayer y el ahora. Un lugar dotado de polisemia: expresa el dolor, lo sagrado, lo íntimo, lo sacro y lo profano. Más allá de las dimensiones de su monumentalidad y su lenguaje jerarquizado donde prestigio y gloria buscan destacarse como patrón dominante, la tumba y el cementerio refuerzan las solidaridades e identidades de una familia y de una colectividad, al tiempo que son guardianes de un cúmulo de memorias y vivencias individuales.
Este cementerio es parte de nuestra vida. Sus bóvedas, nichos, imágenes divinizadas, cruces y epitafios integran a quienes tenemos lazos con este pueblo. Nos dan sentido de pertenencia.
Pero no solamente quiero quedarme con este espacio fúnebre periqueño. Su contacto me hace evocar a personajes presentes en las letras sinaloenses de fines del siglo XIX. La revista “Bohemia Sinaloense” puede servirnos para construir un altar “literario”. Sus textos reflejan variadas recreaciones con la muerte y el sepulcro.
Van desde alusiones resignadas y hasta “amables”, como las de Pedro R. Zavala:
En este mismo sentido se ubican los versos de Jesús Andrade:
Similares versos de resignación se encuentran en Esteban Flores:
¿Combatir?… ¿para qué? Ya mis anhelos
Huyeron en tropel….La Muerte avanza
Y en el negror profundo de los cielos,
-Luz efímera,- se hunde mi esperanza!
Descanso eterno y una muerte resignada se expresa en Eduardo J. Correa:
Allí en aquel rincón ¡oh compasivos
seres que me llevéis un pobre féretro
cuando en la cama de hospital inmundo
miréis ya frio y rígido mi cuerpo!
Ordenad que me olviden para siempre
cabe la sombra de una cruz de hierro.
Dejadme allí dormir en el olvido,
En la infinita paz del cementerio;
que me arrullen nomas, el miserere
doliente y melancólico del cierzo,
el triste canto del nocturno búho
y la oración augusta del silencio!
Por su parte, el verso de Francisco Medina tiene tintes de añoranza:
Hacia la huesa de la muerte avanza,
Cual esqueleto envuelto en su sudario,
El último jirón de mi esperanza
…
Cuando nada nos queda en este mundo
¿Por qué no llega la deseada hora
De sepultarnos con el goce muerto?
Mientras que el dolor por la muerte es muy patente en la pluma de Cecilia Zadí. En sus versos, recrea la partida de su pequeño hijo que le prometía amor y tenura, ante ello:
La muerte oyole
y al ver mi dicha,
de amor tan puro
celos sintió:
y en una noche
¡noche sacrílega!
¡ay! De mis brazos
lo arrebató!
Pesares, aceptación de lo inevitable, imaginación e inspiración es lo que se encuentra en esta aproximación con el punto final de la vida terrena… Como todo, este texto también muere.