Hace unos días visité mi pueblo. Más allá del triste motivo, recorrer sus calles, saborear una “mestiza”, resultó placentero. Su gente, mis amistades de antaño y de siempre me siguen brindando su rostro afable, franco, sin poses, donde destella la cordialidad y el afecto. Grato fue saludar de nuevo a Manuel, con su humildad y su alegría; invariablemente lo encuentro en el centro del pueblo; en antaño vendia mariscos, luego paletas, pero hoy gratuitamente me ofreció su mano, un abrazo y su cariño, con lo que se estrechan nuestros lazos familiares: hijo de mi tía “Duce”, hermana de mi abuelo materno. De igual manera, conversé con mis entrañables amigos y amigas de secundaria, siempre joviales pese al paso de los años.
También “las paredes me hablaron”: sus viejas casonas me siguen platicando sobre las reliquias de su pasado. Vislumbré de lejos paisajes conocidos y me invadió la nostalgia: deshilvane de la memoria mis juveniles recorridos por las ruinas de la antiquísima hacienda y el gozo que me prodigaba la sombra que me ofrecía su fiel guardián: aquel huanacaxtle que majestuoso dominaba el silencio del paisaje y desde el suelo alzaba su amplio ramaje como queriendo alcanzar el cielo. Ese cielo transparente que exhibía su inmensidad y que, de vez en vez, era invadido por parvadas de aves que parecían collares con alas que engalanaban su etérea figura. Momentos cuando mi alma se poblaba de murmullos y coloridas flores.
Ya desbordados los sentires y añoranzas, imposible olvidar esas noches pueblerinas, apacibles y placenteras, donde la luna me regalaba su luz de inocencia y las luciérnagas lucían sus danzas destellantes. Noches limpias donde dialogaba con mi soledad y mi pensamiento clareaba esa oscuridad como una aurora. Instantes cuando soñar no costaba nada. Mi alma evoca aquel tiempo feliz e incierto donde revoloteaba la esperanza.
Es mi pueblo un amasijo de vida, donde se fermentó mi personalidad y la de mis paisanos. Ese pedazo de patria, guardián de recuerdos, que cada vez que lo recorro con la mirada me satura de nostalgias, gozos, ilusiones y desazones pretéritas que aderezaron mi ser. Este pequeño rincón que siempre me espera franco, que generoso mitiga mis fatigas, que me brinda descanso y hace que fugazmente olvide el egoísmo humano.
Con Pericos me une un amor viejo, perdurable y lleno de ternura. Un pueblo que siempre me abre sus brazos. Que generoso olvida y perdona mi viaje a otros puertos. Sabe que mi nave tiene regreso.
Estuve casi un día. Me retiré, la ciudad me esperaba, cambié de paisaje, de atuendo, pero extraño e imposible sería que cambiara mi alma, porque no quiero ser nube que pasa sin dejar rastro ni recuerdo. Por distante y alto que sea el vuelo siempre es grato volver al nido. Porque -como escribiera el poeta peruano José Santos Chocano- conservo un hondo deseo:
Quisiera ser árbol mejor que ser ave,
quisiera ser leño mejor que ser humo;
y al viaje que cansa
prefiero terruño.