Soy un amante de mi tierra, de lo vetusto, de las curiosidades, de lo íntimo y del terruño. Nací en un lugar marcado por lo rural y en contacto con la naturaleza. Desde que abrí los ojos por primera vez, el sol marcaba mi amanecer y anunciaba la proximidad de la noche. Luna y estrellas eran un espectáculo gratuito.
Desde temprana edad corrí entre los altos bledales que circundaban mi pequeña pero significativa matria. Recolecté aguamas y guamúchiles; el arroyo de mi pueblo me deleitó con sus aguas; recorrí infinidad de veces la amplia Aviación custodiada entonces por montes y sembradíos; para apaciguar dolores no corpóreos pasé largas vacaciones en el minúsculo poblado de La Reforma (Municipio de Culiacán): ahí sembré maíz, recolecté moras e “igualamas” mientras escuchaba en un vetusto radio a Cri-Cri; diversificaba mi estancia con chapuzones en un remanso del cercano Rio Humaya, donde aprendí a nadar. Años más tarde, acompañé a mis amigos a recoger (sin permiso) frutos en la huerta cercana a la secundaria; en esos mismos tiempos fueron recurrentes los paseos en bicicleta por la “campiña periqueña”; fui aprendiz de vaquero: disfruté y sufrí las soledades del oficio, tuve tiempo de sobra para, tirado sobre el suelo, pensar y fantasear con la cara al cielo. Más tarde, la ciudad me recibió: me regaló educación pero también me permitió remar por el Río Tamazula, conocer y solazarme ante el verdor de los inmensos valles culichis; escaparme a San Ignacio y sus parajes, acompañado de mis fieles botas “Crucero”.
Mil paisajes he recorrido: Subí al Tepozteco y me sentí en la cúspide del “mundo”; disfruté las lagunas y mares del Occidente de México; me deleitó el aroma de pinos, robles y encinos; me reconfortaron y extasiaron las vistas al Volcán de Fuego, con fríos y limpios amaneceres, así como las espléndidas agonías crepusculares. Planté más de un árbol.
Como un ave levanté el vuelo a lo desconocido. Recorrí otras latitudes: miré de cerca las nubes; experimenté climas gélidos; conocí lejanos e inmensos ríos. Sentí lo que es subir caminando por la Cuesta de Gomérez, atravesando un “simpático” bosque para llegar a La Alhambra. Admiré lo inconmensurable de mares y océanos. En fin, son tantos paisajes y disfrutes que los recuerdos desvalijan.
En todo ese transitar reconocí el valor de lo apacible, la sencillez, la bondad, la ternura y la inteligencia. Me convertí en un adorador de lo imposible y lo invisible. En ese proceso, la naturaleza aderezó mi ser. Pero estoy plenamente convencido que la semilla de donde brotó mi percepción y adhesión a mi mundo procede de los paisajes de mi pueblo natal, me lo confirman mis sentidos cada vez que la Carretera Federal 15 me conduce a ese lugar donde me revolqué en su suelo, me bañé bajo la lluvia y desbordé mi imaginación nocturna en ese patio, desde donde mi vista alcanzaba el infinito. Ahí se encuentra mi raigambre y esencia.
Estoy vivo en el “jardín de los vientos”. Soy un árbol, no frondoso, pero con raíces y semillas que se esparcen en el tiempo.
Puede pensarse que lo que me motiva es la nostalgia.. no lo sé, pero lo cierto es que como dijera Luis Buñuel “Guardo de mi pasado lejano, de mi infancia, de mi juventud, múltiples y nítidos recuerdos”, eso me permite no padecer “la angustia más horrenda [de] estar vivo y no reconocerte a ti mismo, haber olvidado quién eres”. Reconocimiento que posibilita parafrasear al gran poeta noruego Bjørnstjerne Bjørnson:
“Las runas de nuestro pasado con su advertencia
tallada sobre su eje
nos muestran la primavera que hemos bebido,
guiando nuestras tierras hacia la luz matutina”.
Por eso, estos recuerdos no me oprimen el corazón, más bien satisfacen los anhelos de mi alma. Me permiten vestir la nostalgia de futuro y ojalá me ayudaran a soltar plenamente mis sueños, para así… “sembrar estrellas”.