Uta, oiga, qué prendido andaba yo con los rollos del Che Guevara y con toda la apología musical que en mis tiempos más jóvenes circulaban por allí. Digamos, aunque suene cursi, que yo era un chavo fresón por el tiempo en que entré al bachillerato. Estaba tan piñado, que me negué rotundamente a ingresar a la Prepa Central de la Universidad Autónoma de Sinaloa, así que dentro de las posibilidades familiares me inscribí en la Preparatoria Cervantes.
Todavía me sonaban algunos ritmos de música que viví en mis años de secundaria, los de Queen y Kiss, por ejemplo, aunque no muy clavado en la Biblia porque desde chiquillo me pasaban más los sonidos suaves, sin faltar desde luego la música tradicional mexicana. Y no sé por qué ondas tenía un gusto inaudito por las canciones de Cri Cri, cosa que incontables veces provocó la burla de mis compañeros, tan rockerillos ellos, tan modernos, tan prestos para la bailada en las discos de los fines de semana. De algún modo tenían razón, pues ni yo mismo podía imaginarme moviendo el cuerpo al compás de El ratón vaquero.
Quiero decirle, oiga, que todos los de mi grupo esperábamos con ansia la llegada de los viernes, pues casi siempre nos aguardaba un reventón medio planeado: que ir a la discoteca de moda, que agarrar cura en alguna pizzería, que irnos a nadar al Country. En fin, fueron meses de lo más acá, súper alivianados, tan decentes como las circunstancias nos lo permitían, porque, usted sabe, no faltaba un que otro quiebre para darle sabor a las andadas. Éramos plebes. Qué se le podía hacer.
Ah, pero que un día empieza a soltar su rollo el profe de sociología, Pancho Herrera, por todos conocido como El hombre lobo. Era –en pasado, porque ya se nos fue—un bato como salido de la selva lacandona, una suerte de esbozo mal trazado del sub comandante Marcos, con tintes guerrilleros, muy dado a nombrar la “revolución” cada vez que habría la boca. No niego que me llamó la atención. Y como el infeliz se dio cuenta que me había tragado el anzuelo, que me va trayendo un disco con canciones y poemas dedicados al Che Guevara, personaje que yo, en ese entonces, desconocía completamente.
Y pues ahí me tenía, oiga, dale que dale con aquello de que “vengo cantando una samba con redoble libertario, mataron al guerrillero Che Comandante Guevara”. Y feliz El hombre lobo, pues ya había cazado a su caperuza. Mis compañeros de farras no lo podían creer, cómo fue que había caído en sus garras, yo, tan acá, tan vestidito a la moda. Pero ya ni llorar era bueno: el país me necesitaba para la Revolución.
Ya nada me importó, ni las discos, ni la ropita de boutique; y los fines de semana ya no fueron para nadar en el Country, sino para irme a volantear, para subirme a los camiones pidiendo cooperación para la causa revolucionaria, para los mítines relámpagos en cualesquier calle, en cualesquier poblado, comiendo sardinas, alguna pieza de pan y un refresco de cola. Y más ennegrecido que nunca por las pintas bajo los rayos del sol, poniendo leyendas que se me han quedado grabadas para siempre: “El miedo no anda en burro: registro el PMT”, “No hay PRI que dure cien años ni pueblo que lo aguante”, “Salario mínimo al presidente para que vea lo que se siente”.
En realidad fue una época maravillosa que me ayudó a ver desde otra perspectiva al mundo, porque yo creía que todo estaba bien, ignoraba las tristes condiciones en que vivían y viven muchos hogares mexicanos. Era, al fin, un ignorante con ropa de marca, un chaval apático, estúpido y egoísta. Pero sobre todo tuve la fortuna de conocer muy de cerca a ese hombre espléndido que fue el ingeniero Heberto Castillo, el del sol por corazón.
En esas estaba cuando, habiéndosele dado registro legal el Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT), soy nombrado coordinador de campaña de nuestro candidato a diputado federal por el Noveno Distrito Electoral, el licenciado Luis Alfonso Meza. Y allá andábamos de colonia en colonia, de pueblo en pueblo, denunciando la mala pata de Renato Vega Alvarado, candidato al mismo puesto pero por el PRI, ya que en cada lugar donde teníamos proyectado realizar un mitin, como por arte de magia se aparecía un camión regalando gallinas. Y pues la gente, la verdad, se iba a corretear las gallinas. Hasta a mí, un día, me dieron ganas de correr tras una, harto de las sardinas y el pan.
Pero déjeme decirle que estábamos escasos de fondos, así que, cuando llegó la Semana Santa, nos propusimos enfilar las ruedas hacia las playas de El Tambor, donde estaba la gente. Allá llegamos, con un bote en mano y bandera ondeante del PMT en la otra. Y que la raza jala, y que nos hacen pesados los botes con monedas, y que nosotros nos emocionamos. Ah, que pues pido que me lleven a Altata, pero que pasen por mí al caer la tarde. Y mi bote llegó al tope, la bandera pemeteana se cansó de ondear… Y que nadie pasó por mí. Y yo solito frente a la bahía, con el bote de monedas pegado al pecho.
Todavía había tiempo para tomar un camión de regreso a Culiacán, pero el fervor y el respeto por la Revolución me negaron el acceso al bote. ¿Cómo iba a abrirlo, cómo iba a traicionar la causa, la honestidad de la que tanto hablábamos? Se vino la noche y yo allí, solo y silencioso frente al mar. A lo lejos se escuchaba la algarabía de algún grupo de jóvenes eufóricos de música y de cerveza; a lo cerca, oía el golpeteo de las olas contra las pangas amarradas en la orilla.
La soledad me fue envolviendo, lo mismo que la tristeza. En ese momento tenía la bandera pemetiana tirada a mis pies, como vencida por la adversidad. El pelo me revoloteaba al compás del viento, y yo incólume, como estatua de sal frente a las aguas de Altata. Pero que de pronto los ojos de la estatua se humedecen, entre abochornados, molestos, tristísimos y traicionados. Fue entonces cuando dije, desde muy adentro y con toda el alma: qué Villa, qué Zapata ni que ocho cuartos. ¡Que se vaya al diablo la Revolución!
Y allí pasé la noche, acurrucado al calor de una barda, abrazado al bote y con la bandera pemetiana cubriéndome el rostro, como Niño Héroe muerto por el abandono. Amaneció, y ni modo: a abrir el bote. Tomé un camión y a casa, derechito a Culiacán. Aquella fue la noche del bote triste, o del imbécil que no se atrevió a hacerse justicia, ahora que sí, con su propia mano. Y punto.