PAPACHIS, CHUALIS Y COMIDAS DE INDIOS EN EL FUERTE

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El Pueblo Mágico de El Fuerte es un lugar con mucha historia y tradición. Fue fundado en 1563 junto al río Zuaque (en el poblado al que los indígenas llamaban Carapoa), por el conquistador Francisco de Ibarra, quien lo refundó como la villa de San Juan Bautista de Carapoa, en el distrito de Cinaloa.

Fue despoblada años después por los indios, que se negaban a perder sus tierras, sus aguas y su cultura.

En 1610, el Virrey ordenó reconstruir la villa, junto con un fuerte de piedra lo bastante amplio para proteger  a los pobladores y a sus ganados, ante los ataques de zuaques y tehuecos. Sería la punta de lanza de los hispanos en su lento pero incontenible avance hacia el noroeste.

De ese fuerte –que aún existe como museo- toma la ciudad su nombre actual.

2. UN COSTAL DE PAPACHIS

Allá llegué hace como ocho años junto con el periodista ya fallecido Oscar Valenzuela, quien tenía muchos amigos por esos rumbos de la zona norte, de donde era originario.

Una persona le encargó que pasara por su casa, en el centro histórico de El Fuerte, a recoger un costal lleno de papachis (Randia echinocarpa), para que lo entregara como regalo a algún amigo suyo en Culiacán (aprovechando que ya veníamos).

Los papachis son un fruto del monte, cada vez menos usual, aunque quienes son de rancho (en la sierra baja, no de la costa), lo conocen bien y lo consumen con agrado en los tiempos en que se da, después de las lluvias. Yo lo probé en mi niñez, hace muchos años. Pero fue ocasional y no alcancé a tomarle añoranza.

3. UN HUMILDE ARBUSTO

Don Manuel Lira Marrón, cronista de El Fuerte, en su libro «Andares con Clío: Cuentos y tradiciones de El Fuerte» (2003), se refiere a los papachis.

«Toda persona que nació o se crio en un rancho y que emigró al pueblo y luego a la ciudad, sabe de estos curiosos e interesantes productos del campo sinaloense», dice, y agrega que es fruto de «un arbusto poco atractivo, con un tronco y largas ramas cubiertas de hojas oblongas de como seis centímetros de largo y tres de anchas. Tienen un tono opaco verde grisáceo, las ramas protegidas con duras espinas organizadas en forma de trípodes».

La cáscara pasa del verde cuando tierno, a un color café oscuro al secarse y está llena de protuberancias, pero no es espinosa. Envuelve otra capa lisa como de cáscara de huevo y, en el interior, una bola prieta con semillas planas y de formas diversas, abrigadas en una pasta negra, de sabor dulce y amargo a la vez.

El arbusto se da durante las lluvias y en cuanto pasan, se cortan los frutos, se secan al sol y se guardan para ser consumidas después.

4. ATOLE DE PAPACHIS

Para consumirlas, se quiebra la dura cáscara con una piedra y se extrae la masa negra, cuya pasta se chupa para después tirar las semillas, como en las granadas o en las pipimas.

Si al sacudir el fruto, hace un sonido, es señal de que está muy seco, así que se le mete en agua y pronto recupera la humedad.

Antaño era muy común preparar atole de papachis, tomando esa bola negra y desbrozarla en agua para separar la pasta de las semillas, luego se colaba y el líquido resultante se mezclaba con masa, se endulzaba con azúcar y, en una olla de barro, se cocía meneando constantemente hasta que agarrara la consistencia deseada.

Un gusto típico en el norte de Sinaloa combina el atole de papachi con tamales de yorimuni (una especie de frijol blanco). Obvio, es cocina indígena pura.

Se dice que consumir papachis es bueno para controlar la glucosa, ya que según estudios realizados por investigadores de la UAS, el fruto del papachi «posee actividades antioxidante, antimutagénica, antidiabética e inmunomoduladora», gracias a las melaninas del fruto (el pigmento negro).

5. TÍPICAS COMIDAS REGIONALES

Volviendo al libro de don Manuel Lira Marrón, este se refiere a otros usos y costumbres de El Fuerte que han influido en su cocina, con platillos que solo es posible cocinar en ciertas temporadas del año, y que van en retirada ante lo que las nuevas generaciones llaman despectivamente «comidas de indios» (y en otras partes llaman «comidas de pobres»).

«Durante el verano, sobre todo, las doñas de casa encargaban que les trajeran del campo tiernas plantas, guías, frutas silvestres; o de la siembra, elotes, calabacitas, ejotes de yorimuni, los que serían base de apetitosos cocimientos o guisos».

Se preparaban quelites (así se le llamaba a todo tipo de hierbas tiernas, no solo a los bledos), para lo cual, tras recogerlos, se seleccionaban y limpiaban los más tiernos bledos o chuales, para luego hervirlos, escurrirlos y, en una cazuela de barro, sofreír ajo y cebolla finamente picados junto con un poco de maicena o harina, para luego agregar los quelites y revolverlo todo.

Luego se agregaba un poco de agua y sal al gusto y se dejaba guisar, probando cada tanto para darle el sazón. Al servir, se le agrega queso desmenuzado.

Cuando no hay bledos o chuales, los quelites se pueden preparar con los cogollos de las ramas de chiquelites.

6. CAZUELA, POSTRES Y CAFÉ DE TALEGA

Típica es la cazuela, dice, para lo cual se ponía a hervir agua en una olla de barro de las de Capomos, donde hay buenos alfareros, con carne de pecho de res cortada en cubitos, y se tenía que revisar cada tanto hasta que ablandase porque es muy dura, para luego agregar trozos de elote y garbanzo, o bien garbanzo y arroz (nunca las tres cosas juntas), y aderezar con sal y pimienta negra.

Para un buen postre, se traían del monte igualamas (ubalamas o aguilotes) que se ponían a cocer con piloncillo hasta tener una conserva de color oscuro y de rico sabor.

Y para bajar la comida, nada como el café colado de talega, para lo cual se compran los granos de café crudo, se tuestan con azúcar en el comal de barro, se muele en el metate y se le echa dentro de una bolsa de tela con algo de agua, se coloca en una vasija honda para que escurra el concentrado y, ya filtrado, queda listo para servirse, bien cargado.

7. SOPA DE GUÍAS DE CALABAZA

Las calabazas daban los agradables colachis, pero antes de que sazonaran, se podía prepara una sopa con las puntas de las guías tiernas de la planta, antes de que se marchitaran: «se guisaba un tanto pero sin espesar en una vasija con agua al fuego y, ya caliente, se echaban las guías ya cortadas en trozos, se agregaba sal al gusto y se dejaba cocer, cuidando que no se desbarataran».

Todo ello, acompañado por supuesto, con las tortillas de nixtamal que, ya lavado y resquebrajado con una piedra, se movía en el metate «para tortear a mano, nada de tortilladora».

(Esto último me recuerda las tortillas de guamúchil que, según don Eustaquio Buelna, preparaban las mujeres al mezclar la poca masa con el fruto del guamúchil, moliendo todo para hacer rendir el poco y caro maíz que había en el año 1878, el Año del Caldo, cuando hubo una fuerte hambruna desde Culiacán a El Fuerte.

8. LA MAGIA DE LA COCINA FORTENSE

Y concluye don Manuel Lira sus incursiones en la cocina yoreme:

«Así era la magia de la cocina en esta vieja ciudad. En todas las casas, según la hora del día, era un placer aspirar al pasar por la calle, la finura de olores que el laboratorio casero despedía, ya que es muy marcada la diferencia del menú para el desayuno, la comida o la cena», con platillos tanto de la cocina mestiza como de la indígena, en un pueblo que, desde su fundación, ha estado en constante interacción con los yoremes de la región.

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