¿NUNCA SE LE APARECIÓ UN NAGUAL?

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A mí sí… O al menos eso quisieron hacerme creer.

Todavía recuerdo hace muchos años, una mañana que rescaté a una lechuza que tenía un ala quebrada por las pedradas que unos niños le asestaban, tras descubrirla oculta entre las hojas de una palma.

Me decían que me deshiciera de ella, que la matara o la llevara al monte, porque era una bruja. Fue tanta la presión familiar que, al final, tuve que llevarla a las afueras, dejarle algo de comer y ahí te ves.

Podrá no haber nahuales, pensé, pero la creencia sí que persiste.

Todos hemos oído de los naguales, esas personas, brujos o brujas, que suelen convertirse en algún animal no precisamente para hacer daño sino para usar su excelente visión, su velocidad al correr o su capacidad de volar para sus fines.

Aunque el concepto del nahualismo es anterior a la llegada de los españoles y abarcaba a las diversas etnias indígenas de Mesoamérica, con la Conquista y la imposición del cristianismo se satanizaron esas creencias y se les relacionó con la hechicería.

Hoy hablaremos un poco de eso.

2. LA DEFINICIÓN DE SAHAGÚN

Retomo estas notas del artículo «Los naguales», del gran historiador Luis González Obregón (Guanajuato, 1865 – CDMX, 1938) en su libro «México Viejo, 1581-1821» (Ed. CDMX, 1900).

Abre con una cita de Bernardino de Sahagún (España, 1499 – México, 1590), quien se refería a ellos de este modo:

«El naoalli propiamente se llama brujo que de noche espanta a los hombres é chupa á los niños. Al que es curioso de este oficio, bien se le entiende cualquier cosa de hechizos, y para usar de ellos es agudo y astuto, aprovecha y no daña. El que es maléfico y pestífero de este oficio, hace daño á los cuerpos v con los dichos hechizos, saca de juicio y ahoga, es envaydor, o encantador».

Así, el nahual es en la Nueva España lo que eran los brujos en la vieja España. Aquí lo eran los preservadores del saber antiguo; allá los judíos o árabes o librepensadores.

3. SU AUGE, EN LA COLONIA

González Obregón hace un retrato hablado de los naguales:

«Fue el espanto de los campesinos (…) a quienes hurtaba gallinas, guajolotes o mazorcas de maíz. La imaginación popular los representaba bajo figuras espantosas y extravagantes. Ya era un indio viejo transformado a fuerza de los años en horrible animal. Ya un anciano de ojos escoriados y sin pestañas, de rostro despellejado, de dientes blanquísimos, descubiertos siempre por sonrisa diabólica, con grandes uñas en los dedos de las manos y de los pies, y cubierto su cuerpo con plumas que la gente vulgar afirmaba les nacían a modo de cabellos».

Y cita a un escritor -a quien no menciona- quien afirma que «unos se transformaban en enormes serpientes, los otros en lobos o coyotes. Detrás de los matorrales o en la espesura de los bosques espiaban la ocasión de acometer a su víctima. De súbito al bordear un precipicio, al cruzar una vereda solitaria, y cuando el viajero estaba menos preparado, se veía asaltado por una fiera que lo hería y lo despedazaba sin piedad. El tal viajero había tenido sin duda un altercado con el náhuatl o brujo, y este, con las apariencias de la fiera, tomaba venganza de su contrincante».

4. ARDIDES MALÉFICAS

Otras formas por las cuales «nunca en sus manos salía bien librado un enemigo», eran depositar un tiesto o una angulosa y cortante guija debajo de la piel del rostro de su adversario, formándose luego en el lugar alguna dolorosa llaga, incurable y eterna”.

Para acosar al enemigo bastaba una «torva mirada». Quien la notara sabía que mil desgracias le ocurrirían al desdichado.

A veces, en el suelo o en algún muro, el náhuatl dibujaba el perfil del rostro de su enemigo, y en el lugar de las sienes clavaba una espina.

Y allá donde estuviera, la víctima “sentía en la cabeza un intenso dolor que no desaparecía mientras el brujo no lo extraía por conjuros y ensalmos”.

Los nahuales, escribió don Luis, eran la «eterna pesadilla» del vulgo, pues merodeaban por todas partes.

Incluso, había pueblos conocidos por estar lleno de nahuales, como Tecomastlahuac, en la Mixteca, donde a 70 años de la Conquista, «hubo necesidad de arrojar y mantener en perpetuo destierro a dos de esos brujos», pues su malignidad ya no era soportable para los vecinos.

5. SU ORIGEN

El abate Brasseur de Bourbourg atribuye el origen de esta leyenda a los sacerdotes indígenas, que trataban de preservar su religión y sus tradiciones en un medio hostil, dominado por los portadores de cruces y espadas.

El mismo nombre con que se les conoce, nahual, tiene su origen en náhuatl, nombre de la raza que habla el idioma mexicano.

En tiempos de la Conquista, dice, «nahualt» para los cristianos españoles, era un hombre ladino, y en su sentido primitivo, se deriva de «nahualli»: secreto, misterioso, oculto.

Y narra que cuando los sacerdotes náhuatl introdujeron a Chiapas «los misterios horrorosos en los cuales se derramaba mucha sangre humana y que estaban mezclados con una multitud de supersticiones», esos ritos tomaron el nombre de «nahualismo», con lo cual los nahuatlacas trataban de destruir la religión de los Chanes.

Con el tiempo, «nahualli» quedó como sinónimo de brujo, mago, hábil en ciencias y artes.

Así, el nahualismo es la magia más común en la mayor parte de las provincias mexicanas y hasta Guatemala, y el nahualista o brujo tiene la potestad de transformarse en la figura de su animal o demonio predilecto.

6. EL OCASO DE LOS NAHUALES

De este modo, los naguales mantuvieron su influencia incluso hasta después de proclamada la Independencia y «merodeaban por todas partes».

Y es que «los primeros nahuales fueron antiguos sacerdotes idólatras, que rebeldes a la nueva religión, trataron de conservar las creencias que habían heredado de sus mayores y que ellos juzgaban verdaderas.

«Bajo este aspecto fueron muy venerados y se atrajeron multitud de creyentes. Vivían en pueblos lejanos, y dicen que «acostumbraban raer el pelo de la cabeza, dejando un cerco de cabello como la corona de los monjes, y que por eso hasta hoy se ven muchos de esta suerte».

Después, fueron desapareciendo, perseguidos tenazmente por la Iglesia, o asumiendo otras formas, como curanderos, aprovechando sus amplios conocimientos de la herbolaria, o fomentando la fama de brujos para asaltar en los caminos o cerca de las ciudades.

Para inicios del siglo 20, cuando González Obregón publicó su libro, dijo: «de los llamados nahuales apenas queda una idea remota en algún rincón de nuestra República, en algún pequeño villorrio o en algún humildísimo rancho».

Y lo atribuye al progreso y a los avances de la ciencia, como una locomotora que «los ha hecho huir con su poderoso silbato, como una parvada de maléficos espíritus».

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