MIS 40 AÑOS EN EL PERIODISMO

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Como quien no quiere la cosa se nos vinieron los años y apenas ayer, mientras celebraba el Día de la Libertad de Expresión con mis compañeros de la Asociación 7 de Junio, me di cuenta de que este año, por estos días precisamente –quizás unas semanas más porque era tiempo de calor- cumplo 40 años en el periodismo.

Un oficio fascinante, por más que esté de moda descalificar las noticias tachando a los mensajeros de alarmistas, chayoteros y cuanto se les ocurra, o de ridiculizarnos al tratar de imponer como prototipo del periodista a un personaje tan arrastrado como Lord Molécula.

Pero todo pasará, y el periodista seguirá siendo el metomentodo, el pelo en la sopa, el preguntón, el criticón por naturaleza porque ya lo vio todo, porque ya trataron de engatusarlo muchas veces con falsos datos y falacias y no se la traga así nomás. El que reconoce a leguas al cínico y al embustero y escribe y le publica la nota  en nombre de la libertad de expresión, pero no la hace suya.

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Estuve este viernes en el desayuno anual de la Asociación que contribuí a fundar hace 25 años, cuando buscábamos democracia gremial y crear una agrupación, además, cuyos dirigentes no mostraran el cobre ante los hechizos del poder.

Me fascinó el reconocimiento que el gremio le hizo a la periodista María de los Ángeles Moreno, la querida Machángeles, guasavense ella, con 30 años de oficio, que nos hizo reír como solo ella sabe con esos gajes del oficio que supo resolver sin perder la dignidad, para lograr la nota colándose en una visita presidencial, entrevistando a funcionarios cuando se los encontraba en el súper o parados ante el semáforo, todo con tal de que no se le fuera la nota.

Me encantó el relevo generacional con el ascenso del reportero Jesús Bustamante a la presidencia del organismo, apoyado por una planilla que combina juventud y experiencia.

Esta celebración es la única, o de las muy pocas que me permito al año. Me encanta saludar, convivir y platicar con amigos y amigas con quienes compartí entrevistas, visitas a las fuentes, noticias y el placer de redactar una nota, cada quien la suya, y otro día compararlas para aprender uno del otro, en qué se fijó él que yo no lo hice o cómo resolvió tal información al presentarla, o tal dilema moral al redactar.

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Yo no estudié periodismo. Fui de las últimas generaciones que aprendieron sobre la marcha, entrando a la redacción como chícharo (¿así nos decían?). Por entonces apenas iban egresando las primeras generaciones de la escuela de la querida maestra Teresa Zazueta (qepd).

Aunque sabía redactar, no sabía escribir a máquina con la celeridad que lo requiere el oficio. Solo con los dedos índice (me consoló mucho cuando vi que Luis Enrique Ramírez –qepd- escribía solo con un índice, porque la otra mano la tenía ocupaba arrancándose la oreja).

Me tardaba toda la tarde en redactar una nota de cuatro o cinco párrafos, que debía hacer y rehacer una y otra vez cada que la daba a revisar a los reporteros más experimentados: a la maestra Martha Elisa Leal (qepd), a Miguel Ángel González Córdova o a Memo Bañuelos, que fueron mi escuela en la redacción de El Diario de Sinaloa.

Entré cuando los reporteros y aprendices nos reuníamos para chismear y cafetear –no todos- en el restorán Chics, de Madero y Obregón, donde nos repetían la taza de café hasta hartarnos por el precio de una, y después en el Tabachín, del Hotel Ejecutivo, de donde terminaron por corrernos porque hacíamos mucho escándalo.

Me tocó reportear en equipo, que lo teníamos prohibidísimo, pero igual lo hacíamos.

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Era de cuando el Gobierno del Estado otorgaba cada año el Premio Estatal de Periodismo, con diploma y un cheque a los mejores trabajos en diversos géneros (yo me gané dos en periodismo cultural).

Un Premio que el diario Noroeste rechazaba, y cuando un reportero se atrevía a desafiar la orden de declinar y acudía ante el gobernador a recibirlo, la nota del día siguiente relataba: “En el género de Noticia del año lo ganó Fulanito de Tal, quien hasta ayer trabajaba en este diario”.

Pensaban ellos que recibirlo era señal de corrupción, pero yo nunca estuve de acuerdo, porque durante todo el tiempo que escribí para medios nunca vi que nadie intentara torcer mis renglones para que dijera otra cosa… Se enojaban algunos, mandaban cartitas a la redacción dando sus puntos de vista, pero eso era y es válido. Y si me equivocaba en algo, siempre supe reconocerlo en público.

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El periodismo es un elíxir que te trastoca el corazón para siempre. Cuando te entra ya no te suelta. Cuando publicas la primera nota, no querrás dejar de hacerlo.

Lo decía ayer Machángeles, que nunca podría dejar de escribir. Yo tampoco. Ahora las redes te lo facilitan si no tienes un medio tradicional.

Pero es una responsabilidad que implica respetar al otro.

Lo decía Voltaire en aquella frase, de que “no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida el derecho que tienes de decirlo”, que es el summum de la tolerancia y el respeto, y la aprendí desde que entré a aquella mesa de redacción.

Junto con aquella otra que definía al periodista como “aprendiz de todo y maestro de nada”, porque sobre la marcha aprendes un poco de meteorología, otro tanto de economía, o de agricultura o de política, etcétera, pero nada de ello dominas plenamente.

Y otra más, “el periodismo es el oficio de los que no tienen oficio”, que me recuerda mis estudios de Derecho en la Universidad, acuciado por mi padre que quería un abogado en la familia, y mi necesidad de no quedarme en el rancho cuidando vacas. Pero a la vez, por no había en la localidad la carrera que me fascinaba, que era la de Literatura, que aún no se creaba, y cuando se creó, yo ya me vi en la necesidad de buscar un trabajo, y la abogacía no era lo mío.

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Así que aproveché un curso de periodismo que ofreció la UAS en 1981, y a esas armas me atuve. Y al apoyo de tantos y tantos maestros que tuve en la dura práctica, y compañeros de redacción con los que discutíamos temas de ortografía, de redacción, cabeceados, las mejores entradas, las palabras correctas, o con quienes analizábamos lo que otros escribían celebrando la maestría de don Toñico Pineda, o los agarres entre los maestros Jorge Medina León y Chema Figueroa, o del maestro Herberto Sinagawa contra los censores de toda laya.

Visto así en lontananza, entiende uno al fin la frase aquella de don Herberto:

“¡Después de todo, fue muy divertido!”.

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