LA REVUELTA DE LOS PERROS, EN EL ROSARIO 1895

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«La revolución de los perros” … Así llamó el cronista Carlos Hubbard Rojas (Rosario, Sinaloa, 1911-2002) a aquella revuelta popular suscitada en El Rosario, en agosto de 1895.

Y es que hubo mucho enojo entre la población por el artero decreto que les asestó el prefecto Ricardo Carricarte:

«Se decreta el pago de 25 centavos mensuales por cada perro, que pagarán los propietarios en la Tesorería de la Prefectura Municipal… Es dado… en El Rosario, Sinaloa, a los días del mes de agosto de 1895… El prefecto: Ricardo Carricarte».

De ese curioso episodio dio pormenores el cronista resarense en la edición número 12 de la célebre revista Presagio, correspondiente a junio de 1978, en Culiacán.

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Inspirado tal vez en los impuestos a puertas, ventanas y perros que se intentó establecer a nivel nacional en 1853 y 1854, en tiempos del presidente Antonio López de Santa Anna, aquel prefecto decretó cobrarlo por cada perro que tuviera la gente del Rosario.

Disgustados por lo que consideraron un abuso, «mineros y comerciantes, tinterillos y carreteros, rancheros y propietarios» se fueron congregando en las antiguas calles del viejo mineral, airados por la posibilidad de pagar una peseta por cada perro que hubiera en casa, no en un año sino al mes.

La noche del 14 de agosto de 1895, doce días después de expedido el decreto, más de cien quejosos se reunieron en casa de Valentín Ponce, en Loma de la Cruz. Rumiando su coraje, buscaron alternativas pacíficas, hablar con el prefecto y hacerle ver que las cosas no son así.

Estaban allí los hermanos Vázquez, Jigo Chiquete, Pompeyo Valdez, Florentino Ibáñez, Rómulo García.

Al día siguiente, empezaron a reunirse en la Plaza Vieja. Era día del mercado y había más gente que otras veces, y se podía palpar la tensión en el ambiente.

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Aprovecha el cronista para describir la intensa vida comercial de aquellos años: «La gran tienda de abarrotes “Las Novedades”, de Ángel Navarrete, situada en donde fue casa de doña Catalina de Campagne, era una colmena humana que salía continuamente para entrar enfrente, a “La Voz del Pueblo”, de Juan Retes, presuntuoso establecimiento de ropa, único competidor de “La Gran Fama”, de don Raymundo Alduenda, que a su vez estaba situada frontera a “El Nuevo Mundo”.

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Y sigue:

«Más allá, a la derecha y después de pasar los lotes, un maremágnum de compradores de abarrotes y tomadores de mezcal, en la tienda y cantina “La Occidental”, de Pedro Núñez. Luego la continuación de tiendas abarroteras: la de Alberto Patiño, “La Montaña de Oro”, del “Chato” Casillas y, haciendo esquina con la calle Donato Guerra, los Maldonado, con su expendio de pasturas, para terminar con los expendios de café.

«Adelante, la gran tienda de comestibles de los hermanos Jesús y Pompeyo Valdez, y, en los Portales, frente a la hoy casa de don Antonio Espinosa de los Monteros, el Montepío de don Chanito Portillo».

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Desde todos lados fueron desembocando a las 7 de la mañana en la Plazuela Hidalgo, y esperaron a que el prefecto Carricarte –quien ostentaba el grado de coronel en el ejército– saliera de su casa, cercana al curato.

Ya como a las 9, eran como 300 almas expectantes, impacientes.

Por fin apareció el señor prefecto y el gentío –sobre todos los líderes– se le dejó ir, tratando de hacerle entender con buenas razones que el cobro era injusto y que había mucha molestia.

Carricarte dio a entender que eran órdenes del mismísimo don Porfirio, o quiso tal vez escudar su acción en el nombre del señor presidente, por lo que no podía derogar el decreto.

Los otros le advirtieron que podría provocar un motín y entonces el prefecto sacó a flote al coronel que traía dentro y les contestó en forma despótica que no había de otra y tenían que pagar.

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Lo dejaron en la prefectura y el grupo de pobladores continuó calle abajo por la Benito Juárez, hacia la casa de Martín Sotomayor (donde muchos años después estuvo donde la tienda “El Atascadero”, de Manuel Lerma), y ya en plena rebeldía, los más exaltados propusieron desarmar a los policías para defenderse.

Dicho y hecho, le quitaron sus rifles a cuanto gendarme se encontraron y se fueron a la loma de El Tambo Colorado, donde se atrincheraron para resistir el ataque de la autoridad.

Eran ya como 200 gentes, armadas apenas con las carabinas que arrebataron a los policías y algunas otras.

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Como las 4 de la tarde, el coronel Carricarte se fue con su gente por la Melchor Ocampo hasta la Loma de la Cruz, donde se encuentra la Capilla del mismo nombre.

De allí envió a Rafael Lizárraga a parlamentar con los rijosos, y Valentín Ponce bajó de sus trincheras en El Tambo Colorado.

Lizárraga les ofreció el indulto a cambio de que depusieran su actitud y reconocieran el «decreto de los perros».

Valentín dijo que la gente no tenía por qué pagar por tener los perros que les diera la gana y lo rechazó el mal arreglo.

En eso estaban, cuando se oyó un disparo del lado de los rebeldes y Epifanio Guzmán (padre), oficial en las fuerzas de Carricarte, cayó herido, con lo que la gente que traía el prefecto se tiró a correr calle abajo.

En tanto, Valentín y los hermanos Vázquez, que encabezaban la revuelta, se fueron rumbo al rancho del Joachín, seguidos por el gentío.

Para entonces, ya la revuelta era general: La opinión pública se puso de parte de los amotinados y todo mundo declaraba que no iba a pagar el impuesto, y quienes lo estaban pagando dejaron de hacerlo.

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Encorajinado, Carricarte pidió el auxilio del ejército.

El gobernador Francisco Cañedo lo autorizó y, mejor equipados y en mayor número, rápidamente los «pacificaron», matando en la refriega a los hermanos Vázquez.

Entre los que lograron escapar se hallaba Valentín Ponce, quien se dirigió a Culiacán, donde expuso el caso al gobernador Cañedo.

Al darse cuenta de que la cosa era más delicada de lo que le contaron, de inmediato Cañedo indultó a los rebeldes y derogó el dichoso decreto de los perros.

Cuenta el maestro Hubbard Rojas que «aunque sin plena comprobación, se supo que la idea del decreto la tuvo Carricarte obligado por la necesidad de atender una recomendación de don Porfirio con el fin de ayudar a cierto sujeto, para el cual iban a ser los dineros que se recaudaron».

Hoy como ayer… ¡Mira qué bonito!

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