–¡Vamos a San Benito! –le dije a mi prima Blanca López Podestá, mejor conocida como la Cuata.
Ni tarda ni perezosa, la prima me tomó la palabra y después de desayunar en el hotel Misión de Mocorito, enfilamos en pos de nuestros recuerdos no infantiles.
Y es que aquellos caminos fatigosos y polvorientos han quedado atrás, pues la actual carretera cumple con creces su cometido, proporcionando además el placer de observar el lomerío y la vegetación escasa y achaparrada. Aparte se aprecian pequeñas áreas cultivadas de cebolla, algo de la agricultura protegida al salir de la zona urbana de Mocorito, un sitio que quiere conservar la magia turística que lo proyecte como destino de algarabía placentera en los buenos servicios de su moderna hotelería.
Después de los vados y las bifurcaciones del antiguo camino –hoy cubierto de pasta negra y petrolizada, que nos incitan a otros pueblos– llegamos a la Huerta. «De aquí es la tía Chila, esposa del tío Quío», le dije al oído a Sonia, mi esposa, quien nos acompañaba en este furtivo viaje. Al decirlo, se me vino a la mente el rostro bello y amable de una mujer extraordinaria, de la cual recibimos sus atenciones cariñosas.
Por fin San Benito, a lo lejos.
– ¡Mira al Picacho y al Mueludo! –le digo a la Cuata, y ella me confiesa aquella ilusión infantil que la incitó a escalarlos ante el asombro de mi abuelo y la sonrisa bienhechora de mi tío Enrique López Labrada (a) el Mocoro, pues así le decían sus compañeros desde la Prevocacional, en Culiacán, y luego se lo ratificaron en la Escuela Superior de Medicina Rural del Politécnico, en la ciudad de México.
Entramos al pueblo, reconociendo los vestigios de las antiguas casas y el taste con sus vallas de seguridad y arrancadero metálicos; luego la escultura de dos caballos en extendido galope corriendo por su destino: el Alazán y el Rocillo, que en el año 1923 marcaron un hito en la cultura ranchera de la sierra al mar del valle del Évora.
Ya en la puerta de la casa paterna, el golpe de una reseca realidad que no pueden esterilizar aquellos sueños y recuerdos. Sobreponiéndome, evoqué los rincones de nuestras travesuras en la casona de Valentín y Natalia, mis abuelos.
Al fondo, al borde de una bajada, la original escalinata de piedra, el corral de la ordeña y el resguardo de las «bestias», esto es, burros, mulas, «machos» y caballos; y cerca de allí, el cuarto de las monturas y los aparejos, que hoy ya no existe.
De repente el paisaje, al salir de la cocina: preciso. Rotundo como entonces. Ahí me atrapa la sorpresa, pues mis abuelos, mi padre y mis tíos son y fueron seres llenos de la estampa sempiterna del Picacho y el Mueludo. Y constato que mi abuela tuvo cultura de almanaque: si a la foto que acompaña esta entrega le agrego hojas de un calendario –con sus meses semanas y días–, merecería la firma de Helguera, aquel paisajista de origen español que nos deleitó en nuestra niñez con sus magníficas estampas mexicanas.
En San Benito ya no están los hermosos y enormes sabinos que verdeaban la ribera del río. Se fueron para siempre en aquella descomunal tromba que arrasó con todo. El pueblo se salvó por su previsora ubicación por encima de la caja del río.
En ese momento recordé que a mi abuela, ya entrada en años, le gustaba la canción que cantaba Julio Iglesias, Tire tu pañuelo al río, quizás imaginando como se hundía.
Hoy, al observar el verdor lejano de las vertientes serranas y constatar la permanencia de sus cerros, no puedo menos que conmoverme por las virtudes del trabajo, la generosidad familiar y la seguridad ante la vida. El mundo estaba más ordenado, según expresa don Ramón Xirau. La palabra dada era el ejemplo de la razón, cuando los instrumentos bancarios estaban ausentes.
Natalia se levantaba muy temprano, y poco a poco la nitidez del paisaje la reconciliaba con la vida, para así organizar las faenas de su casa, la que ahora ha perdido su carácter señorial, pero que sigue siendo origen y razón para regresar.
Alguna vez expresé que había que realizar la nueva crónica mocoritense y el pequeño mundo se me vino encima. Hoy refrendo esta necesidad vital, ante una naturaleza que la reclama.