EL TIRANO DE SINALOA

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Urdaide, el corajudo salvaguarda colonial salido de las entrañas de la ruta de la plata, era un cruzado que se sentía predestinado por un mandato divino: arrasar en nombre de la fe y descabezar dirigentes indígenas, fue su tarea sistemática.

La formación del espacio social sinaloense ha transitado por múltiples caminos y su historiografía nos muestra el enorme peso que ejerció la corona española en la apropiación, sujeción y dominio de lo que hoy conocemos como la región del noroeste mexicano.

Este dominio y sumisión son la fuente de expresiones políticas que marcaron para siempre a los grupos de naturales en su diversidad cultural. Sin embargo, dominio y sumisión tuvieron expresiones humanas de resistencia entre los nativos de las tierras y ríos de la yolemnidad, conjuntamente con manifestaciones militares y religiosas de quienes representaron los intereses de un Imperio que ya era continental en el siglo XVI.

En esta dinámica se formaron los imaginarios sociales que pesan en el comportamiento de los grupos que hoy se manifiestan cotidianamente. Los mayos danzan y los curas ofician; los mayos cantan y lo «cultural» los oye a lo lejos; el gobierno tradicional entrega el bastón de mando y la parafernalia política se adorna de etnicidad; los mayos bloquean rutas de acceso comercial y las compañías mineras invaden sus territorios, contaminando los ríos; reservadamente se juega el Hulama, mientras que el beisbol trasciende fronteras; el guakavaqui no es gourmet y los suchis le hacen competencia a los tacos. En fin, vivimos largos tiempos de transición cultural.

Toda esta digresión es para manifestar que, a pesar de todo, algo de aquello queda, y el esfuerzo por no olvidar nos lleva al rescate de figuras permanentes como Ayapin, Nacabeba Taxicora, Lanzarote y muchos más que, junto a Diego Martínez de Urdaide, representan una época de cruentas confrontaciones que definieron nuestra incipiente formación espacial.

Urdaide –el corajudo salvaguarda colonial salido de las entrañas de la ruta de la plata–, se enroló en las milicias españolas de Francisco de Urdiñola en 1582, a los catorce años, para adquirir un cúmulo de experiencias que lo llevaron a la guerra chichimeca casi a finales de la misma. Llegó a nuestras tierras como un soldado experimentado en represión a los naturales de tal región, y en Sinaloa se distinguió por perseguir cualquier acto de rebeldía nativa hasta convertirse en el brazo armado del virreinato en el noroeste, rivalizando con sus métodos frente al SJ Martín Pérez (El apóstol de la caridad). Ambos muestran la dinámica controversial de formas de dominio y sumisión.

Urdaide ejerce su tiranía militar por más de treinta años sobre los nativos de los ríos Petatlán, Zuaque, Mayo y Yaqui con ejecuciones masivas y selectas. Su actitud la hereda de las instituciones españolas de los cristianos viejos: había que cazar infieles, era un cruzado que se sentía predestinado por un mandato divino. Arrasar en nombre de la fe y descabezar dirigentes indígenas, fue su tarea sistemática.

Alguna vez, encolerizado, puso su bota encima de un nativo rebelado y le gritó a sus superiores que eso era lo que se debía hacer para que no se atrevieran a levantar la cabeza. Ese era su camino y su divisa y en ese tono los señores de la tierra y de las minas instrumentaron los servicios personales.

Urdaide, el azote virreinal del noroeste, en su esplendor represivo nos dejó un retrato de aquellas violencias que encontraron respuesta en dirigentes indígenas que vieron mancillada su humanidad.

Las rebeliones indígenas del noroeste mexicano no fueron cuestión de violaciones,  asesinatos y justicias extremas. No. Tales expresiones son el resultado de una confrontación cultural de sobrevivencias definitivas.

En el clímax de su extrema soberanía y en presencia de gran parte de la población, descuartizó al dirigente indígena Nacabeba de la provincia de Sinaloa, ejecución realizada en el centro de la plaza de la villa de San Felipe y Santiago de Sinaloa (hoy Sinaloa de Leyva).

Nacabeba, con anterioridad, había eliminado –no asesinado– al jesuita Gonzalo de Tapia en 1594, lo que fue muy distinto al acto criminal de Urdaide, que terminó con su vida, pues el conquistador español liquidó al cabecilla indígena  en una guerra de persecución sistemática usando las fuerzas virreinales, y los padres jesuitas pregonaron su satisfacción.

Estamos ante la expresión de culturas confrontadas y en esa trascendencia encontramos la materia de nuestra expresión: ¿dónde estuvo la legitimidad y dónde está la misma ante las violencias del presente?

Habría que tejer las respuestas.

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