Hubo una ciudad. Érase una vez aquel Culiacán que cierto cronista vio como una florecilla silvestre, menuda, recatada, ordenada y limpia, con casas de adobe y calles estrechas apisonadas con cantera blanca. Por aquellos días, fíjese, cuando el casco urbano no era más grande que un paliacate, y que en los suburbios hacían bulla celebraciones como el «baile del cilantro», el preferido de la «gatería», como llamaba Paliza a las sirvientas; y daba en existir el barrio de la Vaquita, famoso por sus ordeñas, por ser zona productora de ladrillos y proveedora de servidoras domésticas, lo mismo que de prostitutas baratas para gusto de los estudiantes del Colegio Civil Rosales. Luego sería opacada por la delirante década de los 40, y se pensó moderna, al grado de molestarse por la existencia de pordioseros que recogían sobras en el mercado Garmendia, que se sentía orgullosa de su boulevard Madero, que urgía al municipio realizar una captura de animales callejeros, que renegaba por las vacas que se paseaban frente al mismísimo palacio de gobierno, que se lamentaba por la ausencia de un lavadero de autos, que sentía a piel viva el deber de hacer Patria, que ya tenía a sus hombres con arma en la cintura por todos lados, que adoraba su carnaval, que se fue llenando de rancheros atraídos por las luces de la dizque modernidad, que para no desentonar con su edad de oro se atrevió a hacer una razzia de mendigos, que vio nacer a la colonia Guadalupe para los ricos de la agricultura, que ya se dolía de la bestialidad de los camiones urbanos, y que vio a las familias chinas regocijarse con la tremenda bomba atómica que prácticamente puso fin a la Segunda Guerra Mundial.
A tumulto no convence ver la calle Aquiles Serdán como par vial de la avenida Obregón.
Por supuesto que esta ciudad también fue diluida en años posteriores, cuando ya el narcotráfico se había consolidado y puesto sus nichos en la colonia Tierra Blanca, cuando ya su Universidad había dejado de ser socialista y conseguido su autonomía, cuando ya su malecón se había ensanchado hacia el oriente, cuando ya las colonias populares estaban renaciendo sobre el anillo periférico. A mí me tocó vivir aquel Culiacán que tenía su cárcel municipal en lo que ahora es el Museo de Arte de Sinaloa, que tenía a su gobernador en el actual palacio municipal, que respiraba montes espesos donde ahora se levantan residenciales como Colinas de San Miguel y Montebello, que tenía como centro de espectáculos al Parque Revolución, donde me tocaron homenajes a Lola Beltrán y Ferrusquilla; que no tenía más que arbustos sobre la ribera norte de los ríos; en aquella etapa, fíjese, cuando ya había desparecido la huerta de mangos de los Redo para darle paso a Las Quintas; en esos años, mire usted, donde a falta de grandes salas, el gobernador daba sus informes en el Cine Diana. Vi edificarse a la Unidad Administrativa de Gobierno, que generó famoso pleito por la tumba de Malverde; miré construir el Hotel Executivo, fui testigo de la demolición del Cine Diana para dar paso al Hotel San Marcos; renegué por la construcción de ese puente que puso fin para siempre al sosiego de la plazuela Rosales y todo su contorno histórico y universitario, atestigüé la tala de árboles para ceder al millonario Proyecto Tres Ríos, estuve presente en la apertura inaugural de remodelación del edificio que albergaría al Museo de Arte de Sinaloa, con Jaime Labastida como orador principal. A mí, como a muchos de mi generación, poco a poco nos fue cayendo encima el cemento de la reconstrucción urbana de Culiacán, plausible en varios casos, reprochable en otros. Pero entre todo esto, hay algo que no ha cambiado, mucho más crítico desde que le inventaron un puente sobre su extremo norte: la esencia natural de la calle Aquiles Serdán, pues con asfalto o sin él, con baches o sin ellos, desde su inescrutable antigüedad ha venido siendo uno de los desaguaderos de estas tierras, incluso desde antes del pecado original. Todo mundo aquí ha sufrido esa rúa en época de lluvias. Y tal parece que la vamos a sufrir peor. Quiero decir, y digo, que por la suave no veo mal la remodelación de la avenida Álvaro Obregón; que lo más seguro, cuando la concluyan, me voy a hacer fotos en algunos de sus parajes. Pero que alguien me explique cómo van a ser las cosas cuando la conviertan en par vial con la Aquiles Serdán, tan estrecha, tan lagunera, tan casi imposible de traficar. ¿Qué va suceder cuando la revolución de autos tenga que rodar por ella, de sur a norte? Sergio Torres debe una explicación. Un tumulto está inconforme. Vaya que lo sé. Y punto. Comentarios: expresionesdelaciudad@hotmail.com