Linda de su madre. Y esto se aplica a la señora Delia Moraila, una auténtica enamorada de Sinaloa y férrea difusora de sus sabores y colorido, dado el estatus de chef que la distingue. Pasa, fíjese, que Delia publicó en las redes una imagen compuesta por tomatitos rojos y tomatitos verdes, berenjenas alucinantes, chiles morrones con brillos de domingo y limones refulgentes de verdor. Y Delia dijo que todo eso es Sinaloa, y yo no pude menos que decir, oye, sucede que la mujer tiene toda la razón del mundo y maldito quien la desmienta, porque desde hace mucho don Newton reveló la cosa de la relatividad y pues tal cosa sirvió para aplicarla al asunto de la verdad, concluyendo que no existen verdades absolutas, que siempre hay por ahí infinidad de ellas y que, cuando se juntan, apenas es posible dejar entrever una verdad con determinada validez en espacio y tiempo. Aquélla es la verdad de doña Delia, que merece un respeto irrestricto. El asunto me da pie para traer a colación eso que los sociólogos han llamado contracultura y de cuya explícita definición se han asido gobiernos completos y administradores de la cultura, anteponiéndole la cruz de por medio, sí, sí, largo: que se vaya el diablo y que venga Jesús, porque a la tal contracultura la miran como cosa perversa y en un descuido alguien podría colocar a la puerta de ella: «Pierdan la esperanza todos los que entren aquí», igualito como dijo Dante que se lee a la entrada del Infierno. Y pues claro que estoy hablando del narcotráfico y sus derivados, siendo los corridos los más nítidos, escandalosos y criticados, e incluso prohibida su reproducción en la radio y prohibidos en el repertorio de los conciertos en vivo. Se la amolaron a dos que tres intérpretes y compositores, a bandas y grupos norteños. Y digo yo que si a estas vamos, cualquier día se la van a amolar al arquitecto zutano o al ingeniero fulano, y de paso al mengano «maistro» de albañilería para que dejen de existir esos caserones que asemejan pasteles de quinceañeras, y esas construcciones panteoneras que provocan la envidia de aquellos que viven en pichoneras de Infonavit. Y si me la ponen buena, le podrían dar un atracón al grupo de cirujanos plásticos que se están haciendo millonetas tras convertir a cuerpos reposados en materia de adulterio y escándalo, pues dentro de los derivados del narco se encuentran todas esas chicas de narices espigadas y perfectas, bubis como si las acabaran de inventar y pompis curveadas con exageración, más cinturitas que casi las podrías rodear con una mano. Y determinada marca de ropa. Y un estilo definido en el vestir. Y una manera de hacer literatura de la que podrían contar muy bien Élmer Mendoza y Javier Valdez. Y un largo etcétera. Con todo esto quiero decir, y digo, que aparte de los tomatitos rojos de Delia Moraila, en Sinaloa también existe todo esto, más la zozobra, los soldaditos de plomo en cada esquina, el allanamiento de los caminos y las carreteras, los levantones, la costumbre de contar muertos como si contáramos granos de frijol, el rojo de la sangre, las vendettas, el hecho de convertir nuestras casas en cajas fuertes, la sensación de vivir en permanente estado de sitio, la crueldad de la violencia y el miedo por la inseguridad. Todo ello son hechos tangibles, objetivos, por más que se les quiera negar. Y aunque no guste: también son Sinaloa. Y es que contamos con un estado definitivamente diverso -diversidad incluida- en el cual, por un lado, nos sentimos orgullosos de nuestra agricultura, de los mariscos, del sonido original de la banda, de los rituales ancestrales que practican las etnias del norte, de los mares y de los 11 ríos, de la despampanante sierra donde ciertos recuadros parecieran postales europeas, de la belleza femenina, de la galanura varonil, de Pedro Infante, de Lola Beltrán, de Ferrusquilla y de Amparo Ochoa. Sin embargo, por el otro lado (el oscuro de la luna) intentamos deleznar la parte amarga, como si pudiésemos cerrarle los ojos al vecino, o ponerle una venda al visitante, o incapacitar todos los móviles que dan testimonio, con fotos y videos, de esa cara que nos retrata como a cualquier perfil humano: los dos lados de la vida. Y pues este es el meollo de la situación, oiga: la estupidez de querernos ver caminar por una línea recta, linda y transparente, como si así fuera la vida, que en realidad es de claroscuros, y que además no existe en forma recta, porque es la propia vida la que a veces te marca el sendero. No sé si me capta. Y punto.