EL CRIMEN QUE HIZO TEMBLAR A FRANCISCO CAÑEDO

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Al iniciar el año 1879, el periódico La Tarántula, de Mazatlán, ya era una piedra en el zapato del gobernador Francisco Cañedo Belmonte (1839-1909), y no faltaron funcionarios de su gobierno que le advirtieron al periodista José Cayetano Valadez (Mazatlán, 1850-1879) que se cuidara.

La Tarántula era un periódico crítico que acababa de iniciar su tercera época. Ya antes había dado guerra a los titulares de gobiernos anteriores, entre ellos al ex gobernador don Eustaquio Buelna, rival de Cañedo tras las elecciones de 1877, y ahora le tocaba a este sufrir el flagelo de sus críticas.

Empezó refiriéndose a algunos dineros mal invertidos, entre otros manejos oscuros.

Este José Cayetano Valadez, por cierto, fue tío de Francisco Valadez Félix, editor del diario El Correo de la Tarde, en Mazatlán, y tío abuelo del más conocido José C. Valadez Rocha (1901- 1976). Una familia de periodistas liberales del ajetreado puerto de Mazatlán.

2. LA VERSION DE EUSTAQUIO BUELNA

Esta versión de aquel repudiado crimen la relata don Eustaquio Buelna (Mocorito, 1830-1907), su archienemigo político (por lo que su relato podría estar viciado), en su libro «Apuntes para la historia de Sinaloa, 1821-1882» (editado en Culiacán en 1924), en el que narra la que se armó en el Mazatlán de esos días y en el resto del estado, donde hubo también expresiones de repudio.

Fue una de las causas por las que, durante muchos años, los porteños no pudieran tragar a Cañedo, incluso ya consolidado en el cargo hasta su muerte por su relación con Porfirio Díaz.

Sólo se reconciliaron con él durante la epidemia de la peste negra de 1902, cuando el gobernador porfirista se trasladó con parte de su equipo a aquel lugar para atender personalmente la emergencia.

3. EL CRIMEN FUE EN LA NOCHE

La noche del 27 de enero de 1879, José Cayetano Valadez murió acuchillado por un tipo que se hizo pasar por ebrio y que venía trastabillando hacia él por la calle.

«Iba el difunto por la calle» (sic), cuenta el historiador (el gazapo se debe seguramente a que el libro, que fue publicado póstumamente, no estaba aún terminado y como que eran anotaciones al vuelo para obras posteriores. Pero ello no le resta valor).

Iba, pues, con dos señoritas del brazo (su novia y una amiga, dice Herberto Sinagawa), como a las 9 de la noche, y al pasar ante la tienda de Maxemin, en lo que era el Callejón del Ángel, se le atravesó el supuesto borrachín haciendo eses y de pronto, haciendo a un lado a una de las chicas, le asestó la cuchillada.

Las muchachas se preocuparon al verlo vacilar y le preguntaron qué le pasaba.

–Estoy herido – musitó Valadez, y fue entonces que una de ellas notó el cuchillo clavado en el pecho y, al sacárselo, con la sangre se le salió la vida.

4. UNA MUERTE ANUNCIADA

Fue un escándalo en el puerto y no tardaron en achacar el «milagro» al gobernador Cañedo. Máxime que fue una muerte anunciada.

Ya se lo habían advertido, y Valadez no dejó de consignarlo en su periódico.

En Culiacán se supo por funcionarios del gobierno de Cañedo, que cuando éste fuera a Mazatlán, moriría La Tarántula.

En Mazatlán también se lo advirtieron Luis Salcedo, Secretario de Gobierno, y el diputado Rivas García, entre otros.

Por eso, cuando al fin lo mataron, todo mundo volteó hacia el Gobernador.

Este Luis Salcedo, fue esa noche a despedirse del Gobernador, que estaba en Mazatlán, y lo encontró en la cama diciendo incoherencias, por lo que se regresó «aterrorizado» de inmediato a Culiacán

No hubo por parte de la autoridad, ninguna acción para detener al asesino. Nada de lo que se dice en estos casos: «no nos temblará la mano, caiga quien caiga», etc.

Pero el día 28 había letreros pegados en las paredes denunciado que el asesino material fue Ignacio Solano, un bandido al que Cañedo invistió como su asistente personal. Aun así, no se le molestó (Herberto Sinagawa, en su libro «Sinaloa, historia y destino», dice que se llamaba Nicolás Zazueta; ignoro de dónde sacó eso).

5. «EL BANDIDO CAÑEDO»

El entierro de Valadez fue ese día 28 a las 4 y media de la tarde. El comercio cerró en señal de duelo. Hasta dos mil gentes acudieron. Alguien hizo salir a la policía del panteón, no fuera a ser que se desquitaran contra ellos.

Mientras metían el ataúd a la cripta no faltó quién gritara:

«¡Muera el bandido Cañedo!»

Pero la indignación no terminó allí. Al terminar el entierro, una muchedumbre fue a la casa donde se hospedaba Cañedo, en la del coronel Carricarte, pidiéndole que se entregara a la justicia.

Al verlos venir, Cañedo se encerró a piedra y lodo y, junto con Carricarte, dispararon desde las ventanas, matando a un joven de apellido Parra e hiriendo a otros. Entonces la indignación aumentó y la gritería arreció:

«¡Muera Cañedo! ¡Muera el asesino de Valadez!».

Y allí se quedaron. Algunos buscaban armas para asaltar la casa, aunque se rumoraba que ya no estaba allí, que se había ido a esconder al cuartel o que había ya salido de Mazatlán.

6. UN CHIVO EXPIATORIO

Un tal Francisco Meza, el «Güilo», fue llamado a la casa para que ayudara en la defensa y le propusieron que se declarara culpable de matar al periodista, que al fin, el mismo Gobernador lo sacaría del bote ya que se calmaran las aguas, pero el «Güilo» no aceptó.

Cuando el general Loaeza fue a la casa donde estaba Cañedo, le dijo que lo mejor era que se fuera al extranjero y le ofreció su ayuda.

–No es necesario – le dijo Cañedo-, ya tengo al asesino, solo es cuestión que se lo lleven al cuartel.

Y miró a donde estaba el «Güilo» Meza, apuntando con su arma a la multitud, por lo que no notó lo que se le venía.

Lo sacaron prisionero entre la gente, diciendo que ya tenían al asesino, pero la gente no se la tragó, pues sabían que el asesino material era Ignacio Solano.

Lo llevaron al cuartel. Se dijo que la idea era hacerlo confesar y luego fusilarlo para dar por cerrado el asunto.

Pero cuando lo interrogaron, el «Güilo» Meza probó que, al momento del crimen, él estaba muy lejos del lugar, y se le consignó ante un juez. Ya en la cárcel, Cañedo le reiteró su oferta, de que confesara y después él lo salvaría, pero el «Güilo» no cedió y, finalmente, salió a los tres días.

7. LA GRACIOSA HUIDA

Por la muerte de Valadez, se decretó el estado de sitio en todo el estado, aunque lo fuerte del escándalo fue en Mazatlán, donde grupos de gente seguían rondando la casa, y al frente estaban ya 25 «abasteros» a caballo, supuestamente en espera de que salieran Cañedo o su matón Solano, a matar a los protestantes.

Para el 31 de enero, Cañedo renunció al cargo y asumió el poder el presidente del Tribunal de Justicia, don Manuel Monzón, y el 3 de febrero salió disfrazado de la casa de Carricarte.

En la garita tenía ya un caballo ensillado y, junto con Juan Solano, hermano del asesino material, y Pablo Cárdenas, se fue a El Habal a esperar la diligencia rumbo a Culiacán, a donde llegó el jueves 6 por la noche.

Al día siguiente quiso reasumir la gubernatura pero los diputados no aceptaron, por no allegarse la ira de la gente.

Días después, familiares de Valadez entablaron demandas en su contra, y por las noches se iba a dormir al cuartel por temor a una represalia, así que el día 16, a escondidas, salió de Culiacán, con varias cuentas pendientes ante la justicia a raíz del asesinato.

8. Y CAÑEDO LA LIBRÓ

La Tarántula se siguió publicando en Mazatlán, develando otras muertes ordenadas por Cañedo, como la de Mondragón, prefecto de El Rosario. El mismo Eustaquio Buelna estaba en una lista negra junto con el general Márquez).

En Mazatlán, el prefecto Antonio Gómez se ganó el repudio y era apedreado por la multitud por no haber hecho nada para perseguir al asesino.

Y para rematar la calaña moral de las gentes con que se juntaba Cañedo, el 25 de marzo fue asaltada la diligencia que venía de Álamos a Mazatlán, por el rumbo de Los Colgados, llevándose 4 mil pesos.

Se dijo que entre los ladrones iban Juan Solano y Pablo Cárdenas, achichincles de Cañedo. Incluso se dijo, al calor del momento, que este orquestó el asalto.

Y finalmente Cañedo la libró; se le exoneró y volvió a la gubernatura donde se mantuvo hasta su muerte, a la sombra de su benefactor, el general Porfirio Díaz.

Su renuncia al cargo, dice don Herberto Sinagawa, fue sólo un ardid para que un gran jurado formado con gente suya lo exonerara, con lo que pudo reasumir el cargo libre oficialmente de sospecha.

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