Por Julio Bernal
Pues las cosas como son, oiga, de manera que, como dice la canción, si me llaman de todo y qué, si me juzgan o no y qué, porque cuando llega el momento de ponerle Jorge al niño, pues uno no se calla y dice las cosas por su nombre. Por eso es que ahora ando con esto de cuando los amargados se van, un poquillo parafraseando el título aquel de “Cuando los hijos se van”, asunto que me trajo juido la semana pasada y que hoy retomo para decirle a un tipo amigo mío cuántas son cinco y de qué color son los ojos de la Virgen.
Y es que me hizo enojar, señor y señora míos, me repateó el hígado oírle decir que está harto de Sinaloa, de su mediocridad, de su gente imbécil, de su pobreza intelectual, de su falta de oportunidades, de su retraso medieval. Que por eso planeaba irse, pero ni siquiera a una de las ciudades grandes del país, sino muy lejos, Diosito Santo, de ser posible a Europa, allá donde para él todo es, uy, divi divi divi.
Mire, cada vez que me topo con alguien así, como que me brota un cierto tufo de malnacido, como que se me despierta el alma asesina. A todos estos renegados de su pueblo, oiga, yo los colgaría de las dos innombrables para que sepan, antes de que se vayan, cómo se debe amar a Dios en tierra ajena; y sí, aunque sepa a letra de Juan Gabriel, para quitarles lo farsantes y para que de una vez por todas se enteren de que este orgullo sinaloense que tengo no lo van a mirar en el suelo tirado como una basura, aunque eso de que hincados me pidan perdón, continuando con la canción, pues va a estar muy pero muy difícil. Pero la lucha se hace.
Y trucha, oiga, que dije “renegados de su pueblo”, porque para qué nos la vamos a dar de cochis con maldi’ojos estando el suelo tan polvoriento, porque eso tenemos: un pueblo, un querido pueblo que todavía tiene un pie en el surco y otro en el pavimento, aunque el pavimento esté lleno de baches.
Según yo, se ocupa estar muy amargado, se necesita que a uno le haya llovido mucho en la milpita como para estar tan descontento y tan frustrado, al grado de querer largarse con la bilis derramada y de no querer volver, y a lo mejor ni recordar a su tierra, huyendo avergonzado y jurando desaparecer a Sinaloa de la geografía mental, incluso haciendo nudo a sus siete letras para luego pisotearlas juntitas, convertirlas en polvo y de pasada aventarles un escupitajo.
Pues no, fíjese que no, créame que yo también tengo planes de volar, pero reconciliado con el terruño. Y ni siquiera reconciliado, porque nunca me he peleado con él, aunque reconozco que muchas veces lo he despreciado; o más bien, su cara amarga, la que nos duele a todos, la que nos marca como reses, la que nos pinta como violentos, la que nos identifica por su brutalidad.
Y es que Sinaloa es eso, es decir, una identidad con dos rostros, como bien dijo una vez Arturo Pérez-Reverte: se quiere y se odia a Sinaloa porque aquí confluyen las dos caras de la moneda: la crueldad y la ternura, la dignidad y la violencia, todo entremezclado, mestizado en la idiosincrasia del sinaloense.
Pero en cambio, ni me duele ni me preocupa ni me la hago de tos porque nos digan que somos broncos, primitivos, rurales; que la gente, uyuyuy, prefiera escuchar el “Pávido návido” con Chalino Sánchez en lugar de la furiosa determinación de la “Polonesa” de Chopin.
Y tampoco me da frío que mis paisanos se avienten un plato de nopales y que ni siquiera sepan de la existencia de las crepas de espárragos bañadas con salsa bechamel; me es muy sin embargo que se les hinche la panza con tacos de carne asada, en tanto en otras mesas se sirve ensalada verde con aderezo italiano y jamón Virginia con salsa hawaiana. Y que le tupan duro a las ballenas, mientras que otros levantan la copa rebosante de tinto español marca Paternina. ¿A mi qué?
Una vez leí, creo que de Gabriel García Márquez –¿o lo dijo mi tía la arpía?—que nadie es de ningún lado hasta que no se tiene a los muertos bajo tierra. Pero yo digo más, me afierro a creer que uno no es sólo de donde yazcan los huesos de los antepasados, sino también de donde te jalen de los pies los rasgos de identidad, de donde te formatearon el disco duro de la vida conformando una personalidad, de donde bebiste agua por vez primera, de la tierra que sostuvo tus primeros pasos, de donde surgió el aire para llenar tus pulmones, de donde brotó el fruto que te largó el hambre primigenia.
La tierra es como el primer beso que uno recibe y que jamás olvida. Y como hoy ando muy cantarín, ahora que sí, muy para el tono de aquellos que caben en la línea que hoy sostengo, dice doña Chelo Silva con una canción de Severo Mirón: Podrás cambiar de nombre, de patria, de todo; modificar tu rostro, tu historia, tu modo; pero por más que borres, que limpies, que cambies, la huella de mis besos tendrás en la cara… Y justo la canción que viene enseguida de ésta, empieza: Hipócrita, sencillamente hipócrita… Oiga, que ni mandadas hacer para “cuando los amargados se van”.
Pues pobres, oiga, vaya que sí. Y para todo aquel que se largue despreciando y avergonzado de Sinaloa, bien valdría que se decretara una ley para que nunca vuelvan a pisar su suelo, para que sepan, como ya dije, lo que es amar a Dios en tierra ajena. ¿Y sabe cuál es la afrenta más grande? Pues que se trata de gente que conoce el mundo sólo a través de tarjetas postales, por decirlo de algún modo. Y con decir esto no me las estoy dando de muy pípiris nais, porque yo, mire, he hecho apenas unos viajecillos internacionales hasta ahora. Con decirle que en las últimas vacaciones de verdad, a lo más que pude llegar fue a Puerto Vallarta.
Esto no significa que no se me mueva el gusanito para en su momento darle gusto al gusto por muchas más latitudes, sólo que pues la puerca no ha dado los marranitos suficientes para treparme al avión y llegar por allá, señor y señora míos, orgulloso de mi hablar golpeado, de mis campos tomateros (bueno, no son míos, ¡maldita sea!), de mi gente bronca, de mi carne asada y de mi ensalada de nopales, de mi Universidad Autónoma de Sinaloa, de mis amigos sinaloenses y de mi familia sinaloense. Pues eso. Y punto.