Corría el año 1984. Como nunca, el antro donde trabajaba hervía de parroquianos. El lugar no tenía un nombre sugestivo como los que tanto abundan en la ciudad, sino que estaba registrado como club, lo que siempre me pareció gracioso, incluso hoy en día cuando lo recuerdo, porque aún no me cabe la idea de que en la Loma de Rodriguera existiera un club. Pero ya se sabe cómo se las gasta el ingenio mexicano para salirse con la suya.
El antro, por lo regular, carecía de clientela abundante y era visitado casi siempre por los mismos. Es decir, por los bohemios y malandrines que nunca faltan en ninguna colonia o barrio; fáciles de identificar en lugares de población escasa, o muy alejados del centro urbano, como era el caso de la Loma de Rodriguera en 1984. Supongo que ya era colonia, pero a mí me parecía un rancho súper alejado de Culiacán. A tal grado, que sólo venía los miércoles a saludar a la familia.
Bueno, debo reconocer que eran pocos pero muy rijosos, sobre todo los sábados, que era cuando se juntaba casi la mayoría. El primer fin de semana que me tocó estar allí, Dios Santo, fue terrible, nunca había convivido con tanta calaña junta. Había teporochos, jóvenes viajando sin necesidad de moverse del cigarro, tahúres, personas con armas blancas. Y con armas de todos los colores, porque vi de todo. Esa primera vez el miedo se me disipó un poco al ver llegar a la máxima autoridad de la Loma de Rodriguera, pero qué poquito duró el alivio, ¡pues no fue el hombre y sacó de quién sabe qué parte de su cuerpo una pistola y empezó a disparar a la barra, donde estaba yo! Agáchate, mano, si quieres llegar vivo a tu miércoles familiar –me dije–.
Así jugaba el señor. Y todo mundo lo festejaba. Entonces, como todo era juego, uno tenía que dibujar una sonrisa estúpida en un intento de ponerse a tono con el ambiente. En ese tiempo me di cuenta que uno se hace a los lugares, al medio donde pulula, porque pasados los días y llegados más sábados, cuando veía llegar a esa suerte de sheriff sinaloense, sabía que se iba a armar una fiestecita de balas y había que ponerse listo para que no te tocara ninguna. Pero nada más. Todo mundo a reír. Y párele de contar.
Decía que uno se acostumbra a todo y eso hace que el miedo huya avergonzado. Para muestra un botón: era entre semana, quizá lunes o martes, y en el club sólo estaba ocupada una mesa por un par de jóvenes, felices, visitando lugares extraños con el pasaporte de un cigarro de mariguana que se pasaban uno a otro y el otro al uno, tomado entre los dedos índice y pulgar, y que consumían hasta el punto de casi quemarse los labios con la brasa. Debían aprovecharlo al máximo.
Yo tenía indicaciones de apagar la rocola a las diez de la noche de cada día, pues a esa hora se vencía el permiso. No tanto para no molestar a los vecinos, porque éstos, al dueño, le importaban menos que las multas o las “mordidas” que tenía que soltar por infringir la ley. El caso es que yo cumplía, igualito como lo hice ese lunes o martes en el club. Ah, no lo hubiera hecho: los jóvenes brincaron hacia donde yo estaba, uno de ellos con el cable de la rocola queriendo enchufarlo a la corriente; yo, jalándoselo, mientras que el otro me tenía puesto un pica hielo en el estómago.
–Si me vas dar con el picahielo, hazlo hasta que me muera –le dije-. Y no me dejes vivo, porque después te vas a arrepentir.
Forcejeamos, pero me vieron tan seguro y tan espantado de miedos, que mejor dejaron de intentar encender el aparato. Si algo así me volviera a pasar, ahora que estoy retirado de esos ambientes, oiga, caigo muerto por un impacto entre la diástole y la sístole de mi culturizado y espiritual corazón.
Pero había dicho al principio que aquella vez de 1984 el antro hervía de parroquianos, cosa no regular, aunque fuera sábado. Sobre todo me llamó la atención ver caras nuevas, la mayoría muchachos jóvenes. ¿Contratados para el corte de manzana? Eso me sonaba rarísimo, a menos –dije– que ahora a los tomates les hayan cambiado de nombre. La verdad es que yo era muy inocente, o muy ignorante, sobre todo cuando escuché que iban a ir a Chihuahua a trabajar a un rancho –El Búfalo– de Rafael Caro Quintero. Oye, qué bien –pensé–. Ahora este señor tiene huertos en lugar de sembradíos clandestinos.
Por supuesto que alguien me aventó un cubatazo informativo que me despabiló lo imbécil. Y vaya: casi me sumo a la brigada. Pero no, ése no era mi destino. Y qué bueno, porque para abril del año siguiente ya se había desatado el escándalo en el país, luego de que el rancho El Búfalo fue descubierto, no con manzanas por cortar o listas para el embarque, sino con sendas colas y pacas de verdosa yerba, del mismo sabor y olor que usaban los clientes para viajar sin visa a donde se les pegara la gana.
Finalmente se dio el momento de irme de la Loma de Rodriguera. Pero no fue de un modo tranquilo, sino en un acto de rebeldía contra la arbitrariedad y los malos humores del dueño. Una noche ya muy noche, pasadas las once, decidí mi renuncia. No había transporte urbano. Y tampoco dinero para taxi, en caso del milagro de encontrar alguno por allí. Como no hubo indemnización, me cobré con un cuchillo matancero que tomé de la cocina, que encajé en la cintura, cual delincuente, y tomé el camino de la noche rumbo a la ciudad.
No tenía miedo. Eso era historia. Pero sí había que cuidarse de los malandrines que podría encontrarme en mi paso por la Loma de Rodriguera, la zona de las ladrilleras, las colonias Lombardo Toledano y 6 de Enero. Y la famosísima Tierra Blanca. Por eso tomé el cuchillo. Al pasar por una caseta de policía, llegué y le mostré el arma blanca al oficial en turno. Entendió y en lugar de decomisar el cuchillo, lo envolvió en un cartón y me lo volvió a acomodar en la cintura. Para que no te vayas a herir, comentó.
Y además me anotó en un papel el número de la caseta, en caso de que una patrulla me detuviera por andar armado. Diles que me llamen, dijo. Y me fui tranquilo. ¿Hubiera usado el cuchillo en caso necesario? Hoy no lo creo, pero en aquel tiempo no lo hubiera dudado. Duro y correoso. Para qué más que la verdad.
Aquello pasó un viernes y a mi madre se le hizo muy raro verme llegar. No por mi apariencia cansada por la larga caminata, sino porque no era miércoles. Agotado me fui a la cama y allí, antes de conciliar el sueño, me dije que había abandonado a tiempo ese antro disfrazado de club, porque de haber seguido, hubiera terminado como delincuente. Vaya, los cambios que te da la vida. Excelente. Y punto.