Su Ilustrísima olvida, cínicamente, que representa a una institución que ha tomado a niños como muñecos inflables. Y cualquiera casi quiere a la Iglesia, así, en abstracto.
Lees las declaraciones de Su Excelencia el obispo de Culiacán, Jonás Guerrero, y haces tremendo esfuerzo para que no se te note la risa. –No puede ser –concluyes–, debe ser mi mente enferma–. Pero enfocas el ojo y allí está su palabrerío desparpajado, revolcándose como en cochambre de cocina vieja. Mueres por rendir –sin hipocresías– tributo a su investidura, excepto que los hechos te llevan a ultimar que se trata de una persona teóricamente respetable.
Dios guarde al Purísimo, es lo que hubieras dicho en tu época de mocedades. Pero como ya se te espabiló la inocencia, y como el obispo ejemplifica aquello de que la vergüenza no tiene memoria –al ubicar, a la mala, a Enrique Peña Nieto sobre la línea de la diversidad sexual–, acabas diciendo con burla:
– Qué viva el macho, carajo.
Mira que proponer al Presidente casi en plan plazuelero buscando Gavioto, dando a entender que tiene deseos reprimidos; mira que decirlo sin asomo de pudor, mira que gritar ¡ajá!, pues por eso perdió el PRI, ¡por andar proponiendo casorios entre personas del mismo sexo!
Y te deslindas antes de seguir con la retahíla. Urges dejar en claro que no has entrado en defensa de Enrique Peña Nieto, porque antes al contrario sabes que el señor –cuando concluya y aunque se esconda–, será reconocido por la memoria inapelable del rencor popular. Urges definirte, porque es lo tuyo, en favor de los derechos humanos de la diversidad sexual. Urges aclarar que a ti el corazón no se te desmigaja de lástima por la pérdida política del PRI, en el terreno de las gubernaturas. Y súper urges expresar que te importa un comino lo que desee o no el ciudadano Presidente, porque hay líneas de lo privado que no se deben cruzar.
De lo que no te deslindas y hasta suplicas que lo que sigue se entienda que está dicho sin el menor respeto, tiene que ver con que a Su Ilustrísima Jonás Guerrero le falta remordimiento cada vez que se mira al espejo, porque no aceptas que este bárbaro vestido de príncipe intente sorprender a la opinión pública con sus lengüetadas de moral, cuando él representa a una Iglesia descubierta sodomizando a sus niños, y que en su propia mismidad estuvo involucrado en un escándalo como encubridor de pederastas.
Uno casi quiere a la Iglesia, así, en abstracto.
Y hasta casi también vuelas tras la búsqueda de la diputada federal Martha Tamayo para preguntarle dónde firmar, enterado de que la legisladora anunció que su bancada querría solicitar la intervención de la Secretaría de Gobernación –pero córrale–, para que le pusiera un alto al obispo, por sus dichos y el activismo de la Iglesia contra su partido, en las elecciones recientes; pero recuerdas que tú no eres priista, y se te olvida; pero recuerdas que senadores del PRI como Daniel Amador y Aarón Irízar votaron en contra de la Ley3de3, y se te olvida más mucho.
Pero nada de que Jonás te sorprenda con sus bravuconadas de cinismo y soberbia, porque tu memoria retiene a otro obispo similar que tuvo Culiacán, de nombre Luis Rojas Mena, quien arengó para que desde el altar mayor de catedral se satanizara a Miguel Tamayo, un domingo 7 de julio de 1991, porque éste reclamó que el púlpito –un vestigio artístico del pasado religioso de la ciudad– fuera devuelto a su sitio; incluso en el sermón dijeron que el señor Tamayo había cambiado su fe por unos palos viejos. En defensa de este hombre que en vida fue dueño de una aristocracia moral sin cortapisas, a la luz pública salieron las firmas de María Teresa Uriarte de Labastida y Carlos Ruiz Acosta, máximas autoridades de Difocur, hoy Instituto Sinaloense de Cultura. Pero de todas formas le valió a Su Excelencia el obispo, ahora desbarrancado en el olvido de la vida común.
Eran los días en que la Iglesia mandaba más que el gobierno.
Pero quieres suponer que los tiempos son otros y te anclas de García Márquez para expresar que, al final de cuentas, cada quién será juzgado por sus acciones, aquí o Allá. Pero deseas que, de lo de aquí, nos encarguemos nosotros.
Y darías todo por decirle al obispo Jonás Guerrero: ándele, vaya con el Papa Francisco para que lo cambie por otro.
Allí te la echas. Si no, pues vete a la cama para que te dé un infarto. Y ya.
Punzante comentario de Arturo Zavala, activista de aquella generación de oro pensante y quisquillosa.