Amanecer en mi pueblo

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Abro los ojos y encuentro un amanecer que pinta el paisaje pueblerino con sus pinceles de luz. La sombra antes dormida en la pradera y el horizonte, bosteza y recoge presurosa su largo atuendo. La aurora abraza con delicadeza. Los primeros rayos de sol timidamente acarician las copas de los árboles, seguidamente se dispersan por el patio. ​Se escucha un gallo, la sonora respuesta no se hace esperar. Emerge el aroma a café…..entremezclado con olor a leña. Así despierto en mi pueblo…muchas mañanas.

Después, observar a algunas mujeres del barrio que se dirigen al mercado una vez que la penumbra nos abandona. Desde el solar contiguo se expresa el afecto de un vecino: el grito del Güero López…” Pizirri”, dirían muchos.

La mirada retorna al espacio más intimo y familiar, pasando por el fogón y aquella hornilla de barro que condensa el sabor de los quelites (con limón según costumbre local) y los frijoles guisados con manteca de puerco, ni que decir de las tortillas hinchadas en ese comal recién untado con cal o tallado con un hueso. Parece que el mundo está de fiesta, así lo anuncia el trinar de un par de avecillas que “brincan” del arrayán al guayabo y luego al guamúchil.

Es el espectáculo de la vida rural durante una mañana; un bisoño día cuya belleza depende, en parte, del paisaje del alba y el resto lo agrega quien mira, quien siente, quien goza ese brillante amanecer.

Un “mundo” modesto pero luminoso, que evoca a los paraísos más increíbles. Un espacio habitado por  rostros de personas queridas, de amistades con ojos que parecen oasis de empatía. Lugar donde la jocosidad, la sonrisa y el gesto brotan espontáneos, sin cálculos ni poses. Un lugar que llega a mis sentidos, sin estar físicamente, gracias a los prodigios del pensamiento. Escenas de trasportan a lustros atrás.

Por ahí leí que la belleza no hace feliz al que la posee, sino a quien puede amarla y adorarla. Ese pequeño rincón pueblerino está saturado de magia; un lugar lleno de sueños y esperanzas, que se brinda para ser amado. Donde la sencillez se agiganta. Donde el cielo siempre es azul. Donde las flores al brotar salen de su ensueño. Un lugar que se trasporta y se cobija en el corazón.

No estoy allá, pero me estoy mirando a la distancia y en los entresijos del tiempo; me estoy contemplando con el recuerdo, con la nostalgia, lo que me hace afirmar como Neruda:

Hace tiempo, allá lejos, 
puse los pies en un país tan claro 
que hasta la noche era fosforescente

Pero, escribo todo esto porque en unos instantes, luego que triunfe plenamente este amanecer que ya me acompaña, partiré a mi pueblo para deleitarme con sus sabores, embriagarme con su aura, caminar sus calles que huelen a leyenda. Y, tal vez, -como dijera García Lorca- decorar las aguas de su arroyo, con las hojas de mi otoño.

Desgraciadamente ya murió la hornilla y el molino de mano; ya no se forma -en plena lluvia- ese diminuto riachuelo que seguíamos por esa calle salpicada de piedras y hoyancos: el cemento la sepultó. La modernidad intenta despojarnos de identidades, pero el sentir y la memoria son tercas y hacen posible lo imposible, reviven tiempos ausentes.

Con ansiedad voy a devorar estos menos de cincuenta kilómetros que me separan de mi pueblo, para disfrutar un poco a ese lugar añoso; para revivir un pasado que se niega a morir porque tiene brillo y aroma; porque posee esa esencia que nos llama, nos convoca para que sigamos dándole vida.

Pericos, este domingo espero encontrarte con olor a patios, con olor a lluvia, con sabor a cariño.

 

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