Un documento de 1786, redactado en Valladolidad (hoy Morelia) me hizo rememorar pasajes significativos de mi contacto con el mundo natural. En dicho texto se hablaba de la “parota” (para los habitantes del Occidente de México), o “huanacaxtle” (para los sinaloenses). Árbol endémico de varias regiones tropicales y cálidas del país; en su habitat más propicio (debajo de 500 metros sobre el nivel del mar) alcanza gran altura, amplio follaje y tronco de gran grosor. También se distingue por ser un arbol ancestral y con larga tradición.
En el texto mencionaba: “Su tronco es muy grueso, de suerte que con algunos se forman canoas de una pieza…Cría su fruta en vainas redondas, que se asemejan a las orejas de hombre, y en cada una tiene diez o doce granos. La vaina (con superficie de color chocolate, y en el interior blanca y algo mantecosa) la usan para lavar ropa en lugar de jabón, y aún para quitar las manchas es eficaz”. Asimismo, sus granos “son como almendra menuda, y con el fuego lento del comal les salta fácilmente la primera cascarilla, quedando blancos, y su sabor es muy agradable…no solo es útil para formar tortillas con alguna mixtura de maíz, sino que por sí sola es un alimento muy sustancioso”.
Tras esta lectura, mis recuerdos se esparcieron como brisa matinal. Me transporté a mi pueblo por rumbos de las ruinas de sus fábricas; fue como desplazarme bajo un velo de caprichosas nubes que engalanaban el horizonte, mientras el astro diurno desde su majestuosa elevación bañaba, con sus ardientes torrentes de luz, esa ruta cincundante al arroyo que me conducía a aquellos vetustos huanacaxtles que tantas veces fueron mi lugar preferido de descanso, cuando merodeaba por las orillas del pueblo. Ahí me olvidaba de las penalidades del clima; desde esa sombra escuché el canto de la chicharra y aprecié el sublime espectáculo de un cielo diáfano, puro. Cuando abandonaba su cobijo, volvía la mirada y el huanacaxtle parecía sonreírme y sonreírle a mi terruño… a su terruño.
Años mas tarde llegué a Culiacán y otro árbol de la misma especie fue mi compañero ocasional. Al salir de clases de la Preparatoria Central, a una cuadra, en ese callejón me esperaba. Era mi punto de reposo o diálogo; parada casi obligada para arribar a la plazuela Rosales, la que era custodiada por ese viejo huanacaxtle “universitario”.
El árbol creció y el tiempo pasó. Luego fue tiempo de otros estudios e inicié un largo viaje. Las cálidas tierras de Colima me recibieron. No solamente me deslumbraron sus volcanes y la calidez de su gente…de nuevo, este árbol me tendió su amistad. Por Comala y por toda la geografía urbana y rural, las parotas me saludaban. Recorrí decenas de veces la hermosa Calzada Galván y me maravillé con sus imponentes y añosas parotas. Sus cuerpos y brazos amenazaban con ocultar ese azul purísimo, como zafiro, que tiñe al firmamento colimense. Sus hileras de parotas son un regalo para la vista y un regocijo para el alma. Su fronda me auxilió en mis lecturas y ejercicios de literatura regional; el lugar exacto para descansar la vida y echar a volar la creatividad y la imaginación; era como si un marino dejara las borrascas del océano para reposar y deleitarse con la playa.
Ese escenario me remite a Fray Luis de León, poeta y clérigo agustino de la segunda mitad del siglo XVI:
Inmensa hermosura
aquí se muestra toda, y resplandece
clarísima luz pura,
que jamás anochece;
eterna primavera aquí florece.
En fin, estos árboles me acompañan en mi transitar. Los huanacaxtles de Pericos y Culiacán; las parotas de Colima, integran un amasijo de placeres y ensueños. Todo aquello que posibilita lograr lo expresado por la poeta estadounidense Sara Teasdale:
Oh, ser libre de mí mism[o]
sin nada que recordar,
tener como un árbol en diciembre
tan desnudo el corazón.