Sinaloenses en Batopilas

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Entre arroyos, quebradas, elevadas cordilleras y profundas barrancas de la Sierra Madre Occidental se llega al hoy pueblo mágico de Batopilas, situado no tan lejos del norte de Sinaloa.

Un lugar carente de terrenos de cultivo; sus escarpadas montañas se imponen. En antaño, desmontando pequeños espacios se formaban “rosas” para sembrar maíz y calabaza; pero su riqueza no estaba en su agricultura…sino en sus entrañas: la plata que emanaba de sus minas como manantial.

Por esas características, hacia fines del siglo XIX, tras transitar senderos al borde de abismos, descender cumbres adornadas por blancas y hermosas nubes, mulas y arrieros llevaban productos provenientes de los distritos de Culiacán, Badiraguato, Mocorito, Sinaloa y El Fuerte; pero en estos lugares no sólo suministraban víveres, sino además personas que llegaban en busca de trabajo. Gran parte se desplazaba a pie: desde esas altas cumbres observaban ríos que daban mil vueltas semejando una serpiente de cristal, los que vadeaban para llegar a un centro poblacional, de cerca de 5 mil personas.

Esos centenares de sinaloenses encontraron un Batopilas repleto de jacales, casitas blancas, tejabanes y hasta cuevas que servían como albergues. También proliferaban cómodas casas, tendejones, selectos comercios y modernos edificios, donde destacaban la escuela, el templo, la botica y la cárcel. Hasta un establecimiento de fotografía, propiedad del francés Luis Musi.

Los sinaloenses eran apodados “calientes” en este lugar. Laboraban en las minas, pero era mejor observarlos los sábados de “raya”. Con pago en mano, se bañaban en el río y, en grupos de dos o más amigos, recorrían el poblado. Por la noche se mezclaban en un desbordado jolgorio. Un torrente de transeúntes se movía en todas direcciones. Tendajones y tiendas de ropa se saturaban. Los rezos a la Vírgen del Carmen no era lo dominante.

En ese ambiente fluían las confidencias y la vida íntima; afloraba lo soez, la bravura, la intrepidez y la plebeya musa del canto con desacordes y estridentes entonaciones. Los alegres operarios cuchicheaban, otros se volvían pendencieros. Caminaban bamboleándose con la mirada perdida, gracias al licor.

Se cruzaban con señoras, señoritas, niños y jovencitos empleados de la Compañía Americana, que conversaban animadamente en inglés, seguros de que pocos comprendían lo que hablaban. También se encontraban con tarahumaras “semidesnudos” y “mechudos”; con negros que provocan un estruendo en el empedrado con sus descomunales botas; tampoco faltaban “algunas discípulas de Afrodita en busca de productivos placeres”.

Era un conglomerado humano heterogéneo que confluía en un punto central: “La plaza del Taste”; donde desde las 4 de la tarde del sábado se instalaban mesas con aguas frescas, licores, dulces, pan, cigarros, puros, frutas y demás. También se servían guisados y café.

Mujeres (llamadas chimoleras) vendían carnes condimentadas y tamales. Se sentaban en el suelo, acompañadas de una olla tiznada colocada sobre tres piedras, cuyo fuego debajo hacía despedir humo y olores. Un sarape tendido en el suelo, alumbrado por una opaca vela de sebo, era sitio de vendimia.

Los “calientes” sinaloenses también recorrían improvisadas carpas de manta donde se instalaban juegos de naipes, chuzas, ruletas y loterias.

En esta atmósfera, el léxico sinaloense se confundía con los tiples de vendedores, los murmullos y las palabras insolentes, integrando un desafinado concierto de voces. Durante la noche del sábado y parte del domingo reinaba la algarabía. Un punto donde la convivencia, la embriaguez y la reyerta eran pausas de las rudas y peligrosas fatigas que vivían dentro de las minas.

Tras este ambiente turbulento, los sinaloenses volvían a su faena. Esperando la temporada de aguas, al anunciarse con sus nublados y retumbar de truenos y relámpagos, los llamados “calientes” alistaban su itacate: un pedazo de carne seca, una panocha, una talega de pinole y sus huaraches eran suficientes para emprender el ascenso y bajar las cuestas a fin de regresar a su patria chica e iniciar sus labores de siembra, no importando los cálculos de ganancia entre campesino y los nada desdeñables jornales de barretero, peón o tanatero. La ausencia del hogar, la familia y “dejar de sembrar equivale para ellos a la muerte”.

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