Es fama que en San José de Gracia, en los confines del municipio de Sinaloa (ya en la Sierra Madre), los metales preciosos se hallaban a flor de tierra. Fue mucho tiempo apreciado por gambusinos, sin embargo, y pese a la sed de oro de los colonos españoles, no fue explotada a fondo sino hasta los inicios de la Independencia.
En esa época el lugar estaba poblado por gente de la etnia de los cocoyomes, hoy desaparecida o asimilada, con la que, en Chihuahua, los rarámuris tenían pleito casado porque eran caníbales que asaltaban sus aldeas para robarse a los niños y devorarlos.
El 19 de marzo de 1604, visitaron el lugar los sacerdotes jesuitas Juan Bautista de Velazco y Alonso de Santiago, quienes se sorprendieron del agua tan fría que corría por sus arroyos, en comparación con el entorno seco y desolado.
Lo bautizaron como San José de Gracia, y empezaron a evangelizar a sus pobladores, como ya lo hacían con los ohueras, los chicuras y los chicoratos, junto al río Petatlán.
2. CORRAL DE PIEDRAS CON ORO
Don Adrián García Cortez, en sus «Crónicas mineras» (1980 en edición del autor; segunda edición UAS, 2013), retoma el artículo «San José de Gracia, un gran campo de oro mexicano», de Jorge Eugenio Tays, explorador y minero quien llegó a Topolobampo a fines del siglo 19, con el grupo de Albert K. Owen, y lo publicó en 1902 en la revista The Engineering and Mining Journal.
Este pasaje se refiere a la llegada de aquellos misioneros en 1604:
«En el término de una redondeada cuesta, en un arroyo que vacía en Los Alisos, justo debajo de San José de Gracia, los exploradores encontraron unas pocas chozas indias.
«Los hombres huyeron a la vista de los españoles; las mujeres y los niños permanecieron. Los españoles les hablaron y les preguntaron por los hombres, al tiempo que les explicaron que su misión era amistosa y pacífica y que iban buscando solo los metales preciosos.
«No obtuvieron respuesta de las mujeres; volvieron la mirada hacia un cercano corral construido de piedra y lleno de ovejas y cabras para apoderarse de algunos de estos animales para su uso personal, pero cuál no sería su sorpresa al descubrir que las rocas de que estaba hecha la cerca eran de cuarzo y que en muchas de ellas el oro estaba a la vista.
«Una más detenida inspección mostró que las chozas indias estaban construidas sobre el afloramiento de una rica veta de oro. Con este descubrimiento, el campo sobre el arroyo principal fue convertido en una misión permanente llamada San José de Gracia».
3. 1828, LA HORA DE LA SIERRA
De este antiguo pueblo minero supe por vez primera a mediados de los años 70, porque el entonces gobernador Alfonso G. Calderón, quien vivió por allá en su niñez, solía realizar ostentosas giras por aquellos rumbos. «Llegó la hora de la sierra”, era la cantaleta. Y había proyectos para revivir allí la minería, en decadencia desde los años 30.
Porque eso tuvo San José de Gracia: Temporadas de bonanza y de pobreza en las que quedaba casi desolado y solo se quedaban quienes tenían los pies bien enraizados a la tierra que los vio nacer.
Durante todo el virreinato fue una ranchería muy sin chiste. Tierra de gambusinos.
Fue hasta 1828, dice el cronista de Sinaloa Juan Manuel Véliz Fonseca («El Mineral de San José de Gracia», abril de 2013, La Voz del Norte), cuando Joaquín Manuel, José Manuel y Francisco Peña, descubrieron la primera veta de oro, que quedó registrada como la Mina Grande (otros la llaman La Veta Grande).
A partir de allí, la fama de San José de Gracia se desperdigó, sumando nuevos hallazgos con curiosos nombres: Todos Santos, Carpintería, Veta Tierra, Los Hilos, Dulces Nombres, La Pirámide, El Oro Azul, San Francisco, Las Bolas, La Verdadera Lluvia, Jesús María, San Caralampio, Santa Rita, San Nicolasito y Santo Niño, según registros hechos en el distrito con cabecera en la Villa de Sinaloa.
4. DE LOS PLACERES A CALIFORNIA
Hasta entonces solo habían los mentados placeres. Aun así, fue tal la fama de su riqueza que en 1833 les cayó una partida de bandoleros integrada por indios con jefes españoles (más bien criollos).
Cuenta don Adrián García que «casi todas las explotaciones se hicieron superficialmente pues los minerales afloraban con abundancia. Esta facilidad para obtener la riqueza sin grandes inversiones produjo entre los mineros un ansia de rapiña, es decir, rascar en la superficie hasta obtener el mayor provecho y luego abandonar el mineral sin ahondar más en su exploración. Esto ocasionó que en 1850, después de su gran bonanza, San José de Gracia estuviera prácticamente abandonado»
La razón fue también que, por esos años, la fiebre del oro en California atrajo a mineros de todas partes. Y ya ve cómo son los gambusinos.
5. EL QUE SE VA PA’ LA VILLA…
Ese tiempo, la ley permitía que si alguien hacía un denuncio y lo tenía mucho tiempo en el abandono, podía perderlo si otro más lo reclamaba para explotarlo, lo que provocó que muchos que volvieron después se encontraran sin nada.
Así fue como don Francisco Peraza, tras volver de California hacia 1870, se asoció con José Manuel Peña, para comprar los mejores denuncios, y los explotaron mucho tiempo con gran éxito.
«No menos de 150 mulas iban y venían acarreando el mineral hasta el arroyo, donde se encontraban las tahonas», escribió García Cortez.
Al tiempo regresaron de California los otros mineros, con la cola entra las patas, y se encontraron con que sus denuncios ya tenían otros dueños.
De esos minerales, de la Barranca del Cuervo donde estaban las tahonas, sacó don José Cuervo el dinero para comprar la hacienda en Tequila, Jalisco, para producir su famoso tequila, agua de las verdes matas…
6. EL OBISPO Y EL REGALO DE UN INDIO
El maestro Veliz Fonseca retoma, de una biografía del recordado obispo Francisco de Jesús María Echavarría y Aguirre (natural de Bacubirito, 1858-1954), el relato de cómo se hizo de la veta rica en oro de Hacienda El Rosario:
«En aquella época era un presbítero, cuando lo mandaron llamar urgentemente para que confesara a un indígena moribundo; cuando concluyó la confesión, el penitente ordenó a su hijo mayor que condujera al señor cura donde se encontraba el tesoro y que éste sería para él. Dicho tesoro era una veta la cual se encontraba frente al jacal del moribundo; era un lugar de cerros elevados, divididos por un arroyo.
«La veta, muy rica en oro, estaba cubierta con cueros de cabra para que no la vieran; incluso, se dice que cuando iniciaron los trabajos ponían cueros crudos en la superficie para que no fueran desparramados los metales cuando tronaron los barrenos, cuyos efectos producían puro oro, con poco tepate».
Curiosa esa historia: que alguien regale un hallazgo así nomás. De esa mina fueron propietarios los familiares del obispo Francisco, Antonio y José Vicente Echavarría Aguirre (este hallazgo lo fecha García Cortez hacia en 1890).
7. SAN PEDRO Y LOS MINEROS
Cita don Adrián un viejo chiste de mineros, según el cual este era un minero al que San Pedro no dejaba entrar en el Cielo porque ya estaba harto del hoyerío que tenían los que ahí estaban, además de que ya no cabían.
El recién llegado le dijo que ahorita los sacaba a todos a cambio de que lo dejaran entrar. Accedió San Pedro, y entró el minero gritando:
–¡Hey!, ¿ya supieron? ¡Acaban de descubrir oro y plata en abundancia en el Infierno!
Y salen en tropel todos los mineros rumbo al Infierno. Cuando San Pedro ve correr tras ellos al minero que les gritó, le dice:
–¿Qué te pasa? ¿A dónde vas? Ahora sí ya puedes entrar.
— ¡No! —Contestó el gambusino— Yo también me voy, ¿qué tal si es cierto que hay oro en el Infierno?
Algo así les pasó a aquellos mineros que se fueron a California durante la fiebre del oro.