Entre el culto y la fiesta

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Los 12 de diciembre se expresa un culto a la virgen de Guadalupe que tiene un origen antiquísimo. Tomemos una de esas fechas a la luz de vivencias sinaloenses.

En 1906, mientras que en el santuario del cerro del Tepeyac, en medio de elegantes y artísticos adornos, la rica mantilla de seda y el humilde rebozo eran atuendos de fieles, devotos y peregrinos que honraban, agradecían y homenajeaban a la Virgen Morena mediante procesiones, celebraciones, mandas y ofrendas. Ese mismo 12 de diciembre, Mazatlán vivía un día de fiesta.

Desde muy temprano se quemaron triques y cohetes. La música se escuchaba por todas partes. Por la mañana, en el templo nuevo se ofició misa solemne. El recinto con esmerados adornos: destacaban lujosas banderas que lucían los colores nacionales. La orquesta de Eligio Mora acompañó el acto religioso. La concurrencia fue numerosa.

Por la tarde, en el mismo lugar, se rezó un rosario ante una multitud igual de nutrida. Por la noche, infinidad de personas recorrían las calles y domicilios del puerto. Unas en carruaje, otras a pie, visitaban los altares colocados en diferentes puntos de la ciudad.

Lo devocional se entremezcló con lo lúdico. Se efectuaron 14 bailes amenizados por orquestas, arpas, cilindros, acordeones, flautas y bandurrias. Se festejaba a las y los “Lupes”.

En un hogar situado entre Barrio Nuevo e Hidalgo se presentó una pastorela con pequeñines y después un baile para cerrar la noche. Mientras que frente al domicilio del festejado señor Guadalupe López, se quemó un vistoso castillo. Estos eventos generaron una gran aglomeración de personas.

En esta misma fecha, un año después (1907), la fiesta religiosa y pagana se volvió a presentar saturada de alegría. Los triques y la música se propagaban por doquier. Criados y empleados de comercios transitaban las calles para entregar regalos a domicilios de los festejados. Caballeros de esmerado vestir portaban ramos y flores con dirección a fiestas hogareñas.

Al igual que el año anterior, los altares se esparcían por gran parte del puerto.

Diez bailes congregaron a centenares de mazatlecos. Cuatro “gallos” recorrieron la ciudad. El orden reinó, pero no la sobriedad. Una docena de ebrios pasó la noche en la cárcel.

Un suceso puso tono perturbador a los festejos: en el hogar de la señora Arcadia de Mendoza, localizado entre las calles de Arriba y Zaragoza, se incendió un altar, consumiéndose sus adornos, salvándose del fuego solamente un cuadro con la imagen de la Guadalupana.

Asimismo, era común que en torno a los altares se escenificara una fiesta. Por eso el cargador Quirino Hernández, ya de noche, al salir de su trabajo, se dirigió a una casa situada por la calle del Pedregoso, donde había altar y festejo. En ese jolgorio se encontraba la esposa de otro cargador. A Hernández le simpatizó la dama y empezó a hacerle señas, las que captó el marido. Sin decir “agua va” agredió al coqueto Quirino, quien resultó cobarde y timorato: en lugar de defenderse emprendió veloz carrera; brincando tapias llegó hasta su casa ubicada en la calle Guelatao, por rumbos del Rebaje. Los gritos y el escándalo de la persecución, alarmaron al vecindario: se creyó que era una pandilla de ladrones. El profesor Crecencio Zamora salió en “paños menores” con escopeta en mano para hacer fuego contra quien se le presentara. En el umbral de la puerta de su corral apareció Quirino que intentaba ocultarse para escapar de los puños del celoso marido. Al reconocerse mutuamente, el rostro despavorido del cargador y la vestimenta y porte del profesor no solamente provocó la risa de ambos, sino que fue la comidilla de los vecinos por varios días.

Otro suceso más lamentable ocurrió ese mismo día. En casa de Guadalupe Millán hubo fiesta por su onomástico. Ya de madrugada, Leonardo Ramírez y Juvencio Zamudio, se retiraron del lugar, iban abrazados, pero súbitamente, Zamudio desenvainó un machete y le causó serias heridas en la cara a Leonardo. Rápidamente, emprendió la huida y “desapareció” del mapa porteño. Al estado de ebriedad se le atribuyó tal conducta.

Como puede captarse, conforme caía la noche de esos 12 de diciembre, los mazatlecos “olvidaban” sus sentimientos y actitudes devocionales: signos, símbolos y celebraciones religiosas se difuminaban, predominando lo lúdico y lo profano. El rezo y la plegaria, se sustituían por la música, el baile y la embriaguez.

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