A las orillas del mar de nuestra Perla del Pacífico, mil historias, sueños y sentimientos se tejen, se deshilan o se desvanecen. Puede parecer raro, pero en los atardeceres del siglo XIX, un personaje de cúpula del Estado Mayor de la Secretaría de Guerra y Marina de México (Manuel Roselló y Oriol) da rienda suelta a su recuerdos y su sentir al señalar que, en este lugar, Cupido lo hizo amar dulce y apasionadamente: “solo había dos ojos bellos para mí; no existían si no dos labios, una cabellera, pertenecía a la única mujer que había en el mundo”. Un amor romántico que no es un suspiro, es un amor que se vive con ternura y se idealiza para la eternidad.
Más que narrar su recreación nostálgica y sus sueños, les dejaré su propia voz:
“Los pilluelos la silbaban; era tarareada por los hombres de mar en sus faenas; chillaba en los cilindros callejeros; la aristocratizaron los pianos; ninguna muchacha desdeñaba cantarla; las músicas, en el paseo o en el baile, la entonaban, haciendo regocijar los corazones. Aquella danza era una interpretación de las melancólicas costeñas, y en sus notas sentí…que se sacudían mis ilusiones”
A la orilla de la banqueta, formando un semicírculo, nos reuniamos noche a noche, su familia, mi novia y yo. Ella colocaba su poltrona junto a la mía…Yo la contemplaba enamorado. La hermosa luz de la luna del Pacífico bañaba su frente y se deshacía en el iris de su gran abanico de palma, pintado de mil colores. Era su voz una melodía apacible y tierna que armonizaba espléndidamente con los encantos de su belleza.
Cuando de sus labios brotaba mi nombre, me creía dignificado y hubiera arrancado mi corazón para arrojarlo a sus pies.
Al despedirme, me alejaba con el espíritu entristecido. Experimentaba mi mano el suave calor de la mano de ella, cuando ya estaba muy lejos de su hermosura.
De regreso, en camino a mi hotel…llegaban hasta mis oidos las armonias de una orquesta lejana, que hacía gemir las notas lánguidas de la danza en boga. Y muchas veces, en la oscuridad de mi aposento escuché a los trasnochadores que entonaban esos versos rudos, retrato fiel, a pesar de su rudeza, de un desengaño infinitamente doloroso:
Y así, cortando las frases, como si temiera descubrir su pena, el poeta (¿o el músico?) llega a la exclamación desesperante, que muestra la negrura de su perpetuo sufrimiento.
Una noche se nubló mi frente y presentí por un instante que el dolor del poeta podría ser mi dolor más tarde…¡Pero no! Ella no sería capaz de engañarme. Su alma de hija de la costa, era como las almas de esas mujeres que nacen en mi tierra, todas amor, todas bondad. Y mi adorada había nacido a las orillas del mar; había escuchado las mismas voces que el océano lanza en sus ratos de dulce calma o de agitada revuelta. Sólo una diferencia existe entre las costeñas y las ondas marinas: éstas engañan, aquellas no.
La muerte ¡Oh la infame Diosa pálida!….ella me dejó solo sin mi dulce y bella amada”
Manuel Roselló cierra de esta manera esos recuerdos que el tiempo no pudo disipar:
“Y la bendita tierra mazatleca guarda en su seno otra ilusión de las que mi pecho abrigara, y en mis noches de tedio, me parece que escucho los acentos melancólicos de aquella danza, que supo retratar mi nostalgia y mi amor.”