EL CULIACAN PORFIRISTA DE CARLOS FILIO

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A inicios del siglo 20, Nicomedes Moncayo era reconocido como un don Juan de a caballo, que cada tanto agarraba la jarra por días y noches, jalando la tambora por las calles Dos de Abril, la Barranca, los Llanos de la Vaquita y en el burdel de moda «Al pasar una copa» (estaba por la hoy calle Andrade y fue en donde mataron al profesor Sabás de la Mora, en 1911).

A Nicomedes se le recuerda como de buena familia, muy trabajador, «sangre liviana» y honesto, pero cuando andaba de parranda, «traía de cabeza a las chicas de los barrios y como asoleados a los policías del comandante Romero».

Se le vio lo mismo en las fiestas por el día de la batalla de San Pedro, que por más de una semana se conmemoraba, entre actos protocolarios oficiales así como una feria popular con alcohol, bailes, juegos de azar, carreras de caballo y vendimias.

Otras fiestas en las que se le veía eran las del Carnaval (cuando había carnavales en Culiacán) y, para no desairar, la de San Antonio en Tierra Blanca, la de San Bartolo en Aguaruto, y la de Bachigualato, fiestas campiranas «llenas de sol, de polvo y aturdidas por la indispensable música de tambora».

2. EL CULIACÁN DE CARLOS FILIO

“Soleadas, pintorescas, bravías, llenas de bronca algazara, con un colorido que vibraba en el ambiente, con un sentido de placer desmesurado”.

Así describió el cronista y periodista oaxaqueño Carlos Filio (1884-1948) aquellas fiestas de antaño en el Sinaloa de principios del siglo 20.

Avecindado en nuestra ciudad en los primeros años de 1900, fue director de la Escuela Modelo “Porfirio Díaz” y colaborador de diversos periódicos.

De Culiacán, recogió sus impresiones en un libro llamado “Estampas de Occidente” (1946), interesante para quienes, más que la vida y hechos de nuestros políticos de dudosa calidad moral avenidos en héroes de bronce, preferimos conocer una época a través de los hechos y anécdotas de vida cotidiana en torno a costumbres, comidas, canciones y tradiciones del pueblo.

Es la mejor forma, creo yo, para conocer la forma real en que vivía la gente, ante el desgarriate que fue la política de México en el siglo 19 o de saber si el Porfiriato fue tan imposible de vivir, como afirman los panegiristas de la Revolución.

3. «POR MATAR A UN PERRO…»

Pues bien. Entre los que no faltaban a esas fiestas estaba este Nicomedes, a quien se atribuye aquella frase, desde hace tiempo políticamente incorrecta y por demás racista, que pronunció al enterarse de que un tal Ramón Bon, un joven de origen chino, andaba tras una parienta suya.

El mentado Nicomedes comentó así nomás, fanfarrón como era y al calor de las copas:

«Por matar a un perro cobran diez pesos de multa; por matar un zopilote, cinco; luego, si mato a un chino que no llega ni a perro ni a zopilote, creo que no han de cobrarme nada y puede que hasta me den las gracias».

No faltó quién le fuera con el chisme a Bon, y este pronto desistió de sus anhelos amatorios.

4. EL ALEGRE GORDO LAVEAGA

Otro vecino alegre y bullanguero de aquel entonces eran Guillermo Laveaga, por entonces diputado por San Ignacio, uno gordito él, cuyas lonjas se agitaban al ritmo de la canción «Chichirihui».

Ya sea en el Hotel Rosales o en la casa de doña Nacha Ruelas, donde se dejaba oír esa canción, pa’ pronto se sabía que por esos rumbos andaba el gordo Laveaga, dándole vuelo a la hilacha.

Eso mientras fue diputado porque, conforme fue avanzando en el mundo de la polaca, Laveaga fue agarrando más formalidad y, cuando fue nombrado o electo senador, aquellas prestancias para el borlote se fueron diluyendo en él, cuantimás con el paso implacable de la edad, que nada perdona.

Pero lo bailado ni quién se lo quitara.

3. LAS FIESTAS DEL CHINO PICZÁN

Otro caso era don Teodoro Piczán, muy dado a organizar fiestas con cualquier pretexto, con abundante «comerecua» y por supuesto, la «beberecua».

Este señor –de origen chino- era dueño de una zapatería muy visitada por los culichis de entonces.

A la menor provocación organizaba aquellas bullanguerías en su casa, ubicada en una esquina de las calles del Comercio (hoy Ángel Flores) y Domingo Rubí, en pleno corazón del centro histórico de San Miguel de Colhuacán.

Allí le caían personajes del mundo literario y del periodismo local como Samuel Híjar (tío bisabuelo del compañero fotorreportero Fernando León Híjar), Francisco Verdugo Fálquez (autor del libro de crónicas «Las viejas calles de Culiacán»), el futuro diplomático mazatleco Genaro Estrada; el catedrático del Colegio Civil Rosales Epitacio Osuna, y no pocos alumnos de esta institución, encabezados por el «Chivo» Echeverría, entre otros.

Incluso el profesor Gabriel Leyva era afecto a ir a estos saraos, donde bailaba, cantaba «los sones broncos de Sinaloa» y bromeaba. Y agrega Filio: «ese fue el Gabriel Leyva en su auténtica esencia, no el del perfil faraónico que hace la historia».

4. EL PREFECTO «PERFECTO»

Por allá en 1906, empezó a rondar en esas pachangas el prefecto del Distrito, un tal don José María (no anota el apellido y, en la lista de prefectos de Culiacán, no hallo este nombre) acompañado por algunos jueces.

Según Filio, este Jesús María (encargado de manejar las cuentas públicas) era muy recto él, de edad avanzada, honesto, excelente padre de familia, cuyo único vicio eran sus cigarros marca «El vapor».

El gobernador Francisco Cañedo lo hizo prefecto porque ya estaba harto de los escándalos de sus titulares: Les bastaba agarrar el hueso para que perdieran sus buenas costumbres convirtiéndose en parranderos empedernidos y hasta agarraban un segundo frente con una amante por allí, dando pie a las murmuraciones en la pequeña ciudad.

Creyó Cañedo que con don José María, la prefectura quedaría libre de dimes y diretes.

5. UNA SOLA CAÍDA

Se equivocó: Como suele pasar a nuestros políticos, a don José María solo le bastó subirse e un ladrillo para marearse, y como prefecto, «de amargo no se aguantaba». Para colmo, y contra sus sanas costumbres, pronto se hizo un parrandero de marca y viejo rabo verde.

No salía del burdel «Al Pasar una Copa» arrastrando la investidura entre las damiselas del lugar, bailando sus buenos zapateados como si fuera un chicuelo y dando rienda suelta a los excesos, tras toda una vida de deseos reprimidos.

Pero como dice la canción, todo por servir se acaba, y un día fue este sujeto a las fiestas de Piczán, donde al calor de las copas, «se le ocurrió bailar una jota castiza y bien pespunteada», con tan mal tino que en uno de los acordes se le enredaron las patas y fue a dar al suelo con toda su bola de años, quebrándose una pierna.

6. REPUTACIÓN POR LOS SUELOS

Grande fue el escándalo y, aparte de la pata quebrada, su abollada reputación con todo y su investidura, rodaron por los suelos, y al gobernador Cañedo no le quedó más remedio que cesarlo y poner a otro.

Pero siguiendo la tradición, su sucesor no tardó en seguir los pasos de sus antecesores en el arduo camino de la perdición y, a poco de asumir el cargo, se enredó con una reputada dama que, además, estaba casada (con un gringo).

Y las murmuraciones no se hicieron esperar en todo lo largo y ancho de aquel pequeño villorrio que era aún el Culiacán de 1900 y tantos.

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