Morelos, un estado con llanuras fértiles, manantiales, barrancas y montañas. En 1803, sobre su principal centro poblacional y su valle, el explorador y naturalista Alexander von Humboldt describió un escenario colorido, “un clima templado, de lo más delicioso y adecuado al cultivo”; “hermosa región que los habitantes designan como tierra templada, porque en ella reina una primavera eterna”. Una especie de zona y ciudad “jardín” que durante los años revolucionarios adquirió otras tonalidades sociales.
La violencia de la guerra desestructuró su vida cotidiana. Impuso escasez, penurias y amenazas. En medio de la lucha zapatista, sobrevivir fue un imperativo. Una conmoción social que impactó en las relaciones entre sus habitantes y con el entorno.
Ante lo cruento del conflicto entre carrancistas y zapatistas, la misma ciudad de Cuernavaca -entre 1916 y 1917- quedó abandonada, sin habitantes, casas cerradas y “tapiadas”; la hierba creció por las calles, los perros entraron en estado de salvajismo, entrecuzándose con coyotes, viboras y demas especies que invadieron ese espacio urbano deshabitado. Unas familias huyeron a la ciudad de México o poblaciones de Puebla y Guerero. Otras, las más, al campo, montañas, montes, cuevas y barrancas.
La hoy municipalidad de Cuernavaca cuenta con un amplio sistema de barrancas o quebradas, varias profundísimas. Espacios donde se recluyeron muchas familias, entre ellas, la familia de un joven panadero quien, con canastos en mano, buscaba proteger a su esposa y su pequeña hija.
Otros tiempos y viejos recuerdos. …A principios de los ochenta, Angelica, una niña de entre 9 y 10 años, escuchaba asombrada a su bisabuela, quien hilvanando recuerdos le narra su vivencia dentro de una de esas barrancas y su devenir posterior. La anciana era esa niña que acompañaba a su padre panadero. Este es un trozo de ese relato.
Esa depresión geográfica fue opción y esperanza de sobreviencia ante una violencia militar constitucionalista que amenazaba sus vidas. Después de días de vagar por dicha barranca, el infortunio se hizo presente. Hordas de maleantes merodeaban buscando víctimas. Se acercaron a esta pequeña familia. Ante su arribo, el padre ocultó a su pequeña hija dentro del canasto que cargaban. Por sus orificios, la ñiña observó cómo sus padres eran asesinados. Paralizada por el pánico permaneció cerca de tres dias dentro de ese recipiente. Depués salió y luego de casi desfallecer ante los cadáveres de sus seres queridos, reanudó su andar. Otra familia similar compuesta por los padres y con un niño de brazos, la localizaron. Tras conocer su relato, la sensibilidad humana se hizo presente y la llevaron consigo. Transitaban a escondidas. Para alimentarse, el padre por las noches salia de la barranca y regresaba antes del amanecer con algunos alimentos. Pero un día no regresó. Nunca se supo su destino, estimándose su muerte. La mujer y los dos pequeños continuaron con su infortunio en esas profundidades. La desgracia siguió ensañándose. El hambre y la desnutrición provocó la muerte del bebe. La mujer y la niña deambulaban, hasta que un contingente zapatista introducido en la barranca las rescató y llevó a uno de sus campamentos.
Ya en el lugar, a la mujer se le encomendó la elaboración de tortillas. La niña, encargada de repartirlas entre esa tropa. Cargar el volumninoso canasto con tortillas era imposible, de ahí que lo arrastraba por todo el campamento, haciendo “paradas” para entregarlas en la mano. El canasto iba dejando una huella en el suelo. Una raya que mostraba el desplazamiento de la niña. Así que día a día, cuando se acercaba, los zapatistas comentaban: ¡Ahí viene la rayita¡ Esa marca continua hizo que esos combatientes le dieran ese apodo a la niña. Como la “Rayita” fue conocida en el cuartel.
La revolución cimbró a la “Rayita”. La precariedad, la tragedia y el sufimiento le pusieron sello a una Revolución que también fue un anhelo de justicia y libertad. En eso último …yo ¡no pinto mi Raya¡