Al cronista Antonio Nakayama Arce, que la imaginó en su esplendor histórico.
Culiacán es una ciudad que ha gozado y sufrido las vicisitudes de una mujer atractiva. Cuidada con esmero desde su nacimiento en 1531, su niñez estuvo llena de acechanzas y muchas veces en peligro de ser raptada por los combatientes de la guerra incesante, hasta que sus parientes del virreinato la ayudaron, ampliando su patio y su cerca.
Los cristianos viejos, vascos y andaluces, le añadieron pueblos y rancherías, le extendieron sus límites hacia todos los confines y en su casona de muros medievales la visitaron religiosos de varias órdenes, aventureros alucinados por míticos lugares, burócratas virreinales enloquecidos de poder, léperos que la quisieron desposar, hombres de trabajo que dieron todo por ella; y príncipes que rondaron su alcoba en las tibias noches de octubre, pero que –asombrados por su pasión–, huyeron furtivos para hacerse viejos en otros lugares, o quizás morir pensando en ella.
Tuvo una hija que asombró al mundo por su belleza, en la figura de Isabel de Tovar y Guzmán, inspiradora del primer poema americano en la autoría de Bernardo de Balbuena. Sacerdotes jesuitas de cuatro votos y rectores de los máximos colegios novohispanos –en el entrepaño de los siglos XVI y XVII–, oficiaron misa en su antigua parroquia, hasta que en un memorable Tedeum en 1821, se proclamó la Independencia de México, socavándose así para siempre la soberanía del Altísimo y dar paso a la soberanía popular.
La ciudad adquirió prestancia, se hizo deseada, pero sus ardores eran tan fuertes que muchas veces quedó pasmada y reventada en sí misma. Los señores de la tierra, de las minas y el comercio le armaron sus casonas señoriales con escasos medios de comunicación; así, ella se supo secuestrada, llorando en silencio su infortunio, hasta que una avanzada liberal la preservó de la invasión norteamericana; poco tiempo después, tuvo su escudería rosalina y el imperio de Maximiliano tocó a sus puertas infructuosamente.
El garante de sus tesoros la defendió en San Pedro en 1864, elevándose a la categoría de héroe. Orgullosa, recibió a los derrotados de elegante prosapia y alcurnia imperial, albergándolos en su Casa de oros y platas, le curó las heridas y en un acto de respeto y acendrado humanismo, los perdonó. Así lució más bella y fue respetada en el mundo.
Después, Porfirio –el artífice del poder–, le mandó un galán mexiquense que la cautivó, provocando que cambiara de vestido; la transformó, haciéndola partícipe de otras amistades que presumían de ricas, las cuales le exigieron que enseñara el tesoro de los abuelos. Paseos, teatros, plazuelas, altares, puentes, adornos neoclásicos la volvieron pretenciosa y esquiva.
Se vistió bien, departió de fiesta en fiesta y hasta le pusieron su trenecito para pasearse por el puerto de Altata; y el oropel de los negocios la mareó por muchos años, sin darse cuenta que la miraban ardientes jóvenes de la sierra, el valle y el mar.
No supo ni cómo, pero de repente –un poco después de la visita apresurada de Madero el iluminado–, la raptaron brutalmente; le horadaron las entrañas, le incendiaron sus capullos mecánicos de mezclillas y sedas; y la miel de sus cañas corrió hacia el río, en aquel acueducto que encontró otra utilidad.
Sus cúpulas, cual pezones, se agrietaron por la fuerza de una contienda que la sacudió entre violencia y placer; tres veces fue tomada con fuerza y tres veces se rehízo en su ropaje aceptando lo que le pareció inevitable.
Melancólicamente vio los carruajes y vapores llenos de sus mejores hijos que emigraron, dejándole el dolor añejo del recuerdo; y con los plebes que le quedaron se rehízo para transitar la etapa de una reconstrucción que la preparó para una transformación definitiva. En 1917 buscó otra acta de nacimiento y pactó el acuerdo constitucional que todavía presume.
Para 1930, la crisis capitalista del 29 le había hecho los mandados: era más rica, tenía más hijos y bienes, sus corrales estaban llenos de vacas, cerdos, chivos y caballos; y nuevos galanes gringos ya le habían visto la figura y el rostro, iniciándose así su gran aventura agropecuaria.
Un año antes (1929) la visitó Vasconcelos –el de los discursos pedagógicos y las pisteadas regionales–, que recorrió Sinaloa entre bailes, comiendo camarones, tomando Pacífico y oyendo los cuentos pícaros de Juan B. Ruiz, en aquella campaña presidencial que lo llevó al exilio.
De aquel Ulises Criollo que dejó varias tejedoras de esperanzas, nacieron hijos diversos; algunos proclamaron su acción nacional como una forma elegante de ocultar un pasado sinuoso; otros se adhirieron a una familia que llamaron revolucionaria; y entre todos la dotaron de nuevos jardines bien regados, donde todos retozaron, produciendo hortalizas y granos para definir su carácter materno y agrícola en el ámbito nacional, tal como lo vaticinó “El Guacho” Félix en un discurso cultural aún vigente.
Esta nueva circunstancia le desgarró el vestuario señorial del siglo XIX; sus adornos más propicios fueron desapareciendo en agresión constante, hasta quedar papujada. Con ocres costras y toda ojerosa, vio como la insurgencia de unos jóvenes de los sesentas del siglo XX la quisieron vestir de modernidad política, ensanchando su enaguas, hasta que dos ríos –cual collares de elegantes oros–, la bañaron de otra forma, penetrando en su interior, ese que ya no fue su centro histórico.
Al cumplirse los 450 años de su defensa ante el imperio napoleónico (2014), sus cronistas e historiadores la elevaron a heroica, contando con el aval del Cabildo y del Congreso, ratificando tal galardón la Sociedad Mexicana de Cronistas de Ciudades Mexicanas.
Hoy, como centralidad de la Sierra al Mar, luce nuevos adornos, disfruta sus aguas interiores y presume de parques, museos y riveras. En su 485 aniversario, porque nació al mundo capitalista en el mismo año que apareció la Virgen de Guadalupe, recordemos a Enrique Sánchez Alonso, que le cantó en los ensueños de un amor que nunca termina.