DE SIBARITA A LA TORTA DE CHILAQUILES (es que están muy ricas)

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En mi reciente viaje a la ciudad de México, por razones de trabajo, fui enfilando mis pasos hacia la colonia Condesa y al pasar precisamente por la calle Alfonso Reyes, esquina con Tamaulipas, la nostalgia invadió todo mi ser y sin pensarlo dos veces de pronto me vi haciendo fila (de 10 a 12 personas delante de mí) para pedir una suculenta torta de chilaquiles. Mientras esperaba  turno, descubrí con qué destreza abrían el pan, le untaban frijoles y crema, para después hacer posar delicadamente la carne de pechuga de pollo sobre una cama de chilaquiles, que en mi caso los pedí verdes, mis preferidos.

Recordar mis tiempos de estudiante fue placentero, pero degustar de nuevo ese rico manjar callejero… fue definitivamente excepcional.

En el antaño Distrito Federal (hoy la majestuosa Ciudad de México), en lo que concierne a la clase trabajadora –la que se levanta temprano, la que anda corre y corre del pesero al metro, del metrobús  al tren ligero–, su desayuno debe ser llenador, que haga panza, que vaya más allá de las 1000 calorías y de paso entre de golpe en el torrente sanguíneo, pues con una de esas tortas obtiene la energía suficiente para todo un día de trabajo a un costo bastante razonable, para poder aguantar la larga jornada hasta llegar de regreso a casa. Y esto es… todos los días.

Me llamó la atención el éxito del negocio en un barrio como tal (la Condesa, de clase media alta en su creación, saturada de edificios Art Nouveau y Art Decó, centro de reunión de artistas hasta los años 90 del siglo XX, devenida en la actualidad en barrio de clase media aspiracionista), donde además se aprecia que se han asentado el vegetarianismo y el veganismo, la vida saludable y los gimnasios, y donde se da una gran concentración de extranjeros, de artistas y de bohemios, con su consiguiente incorporación culinaria.

Si fijamos un perímetro de 4 kilómetros partiendo de la popular esquina llamada del «Chilaquil», nos encontramos cuando menos con media docena de los mejores restaurantes argentinos,  de comida magrebí y una decena de restaurantes premiados internacionalmente.

Lo anterior llama la atención, sobre todo porque la torta de chilaquiles es una abominación culinaria (toda abominación es un desborde), rebosante de pudín de masa de maíz embutido en el bolillo (los chilaquiles deben ser húmedos, no crocantes, como hoy se conocen), sobre los que se puede agregar cualesquiera de las siguientes proteínas: pollo deshebrado, milanesa de pollo, cochinita pibil o de pollo al pastor. Y no siendo suficiente, encima se le ponen queso rallado, crema agria, cebolla fresca y rajas de chiles jalapeños habaneros, justo lo que hace la diferencia. Saborearla es una delicia. El pan bolillo es sublime; el relleno, suculento; y la salsa (verde o roja), exquisita.

Disfruté mi torta de chilaquiles como nunca, quizá porque nadie se Sinaloa me acompañaba y no había quién se pusiera a criticarme. Ante las circunstancias, en un instante pasé de sibarita a una gran degustadora de exquisiteces callejeras. Y aléguenme.

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