EL DESERTOR DE LAS OLLAS DE PELTRE

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Santo Cristo. Abruma esta decrepitud a punta de conciencia. Y es que miro al pasado y veo cuán lejos me quedaron el cerro y el molcajete, el fusible de la luz y el gancho de alambre que le encajabas a la tele cuando ésta no daba señal. Y también lejísimos aquel cartero de uniforme azul quien llegaba a mi casa dando de pitidos, con las buenas o las malas, en un sobre íntimo rubricado como Dios manda. En el pretérito se hallan los discos de acetato, los casetes, el cooler, los abanicos, las ollas de barro y la gallina dando picotazos en el patio. Pasa, fíjese, que nunca imaginé vivir los tiempos que corren, y de plano me instalo en un prófugo de la antena de techo que instalabas para poder captar señal de la televisión en blanco y negro, un fugitivo de los discos de acetato de 33 o 45 revoluciones que hacías sonar en las desdibujadas consolas que también servían para adornar la sala, un desertor del teléfono alámbrico, un fugado de la máquina de escribir Olivetti que te dejaba los dedos para el arrastre cuando le dabas duro a la tecla, un evadido del casete 8 track en cuyo modelo escuché por primera vez cantar a Chelo Silva, un huido de la agenda de direcciones y de números telefónicos que escribías con puño y letra. Veo el entorno y en la locura concluyo que quizá fui invadido por extraterrestres. Si digo que me abruma la decrepitud, es porque de repente me siento absolutamente abrumado por tanta novedad tecnológica.

Fue hacia los 80 cuando adquirí mi primer celular, un Startac que era de lo más chic. Y aquello fue una maravilla. En los 90 me hice de una computadora, monitor blanco y negro, que por cierto fue la primera que se vio en aquel Macondo que eran las oficinas de Comunicación Social de la UAS y que usé para escribir el libro sobre la vida de Amparo Ochoa, y donde de paso se redactaron muchos de los discursos del entonces rector Rubén Rocha Moya. Después arribaron el DVD, la cámara digital, las pantallas de plasma, las computadoras touch, el internet y la madre que lo parió, los sistemas de seguridad domiciliarios, el min Split, la TV por cable, el Play Station; y por supuesto una larga fila de controles remotos invadiendo cada rincón de la casa.

Una vez quise entrelazar la Mac, el IPhone y el IPad y acabé con un enredo, dolor de cabeza incluido. Y me regresé a ser el cavernícola de antes: de puro ardor desempolvé una agenda de papel y me puse a pasar en ella todos mis contactos telefónicos, porque justo eso quería resguardar en aquellos dispositivos, cansado de que, cada vez que cambio de teléfono celular, salgo perdiendo varios de los números que me son valiosos. Y me dije no, toma la plumita, mi niño, y acábate la tinta. Hacía mucho que no terminaba con los dedos pulgar e índice de la mano derecha tan maltrechos. Pero me gustó hacerlo. Sé que allí, en el librero tras mis espaldas, existe un documento que, seguro estoy, me va a salvar cuando menos lo espere.

Qué cosas las que ocurren. Estoy al día con las novedades, pero sin embargo me sigue abrumando esa tecnología. Pero lo que más me estremece es el fin de la privacidad, Google Heart de por medio. Pero digamos que este apenas es la puntita, pues nuestros datos los tiene Santa María y todo el mundo: el gobierno, los bancos, la compañía telefónica, la empresa del cable, el negocio donde compraste la computadora: cualquiera puede acceder a tu vida. Y en detalle. Porque además está eso de las redes sociales, a donde subimos toda estupidez al antojo, desde la foto familiar, hasta lo que opinas del vecino.

Pero le quiero decir, y le digo, que pese a ser un veterano desertor de las ollas de peltre, y pese a los quebrantos de frente a las tecnologías, definitivamente he caído en el alucine de los nuevos sistemas de información y comunicación: tengo mi propia página Web, manejo 6 canales de YouTube y casi cada red social que va apareciendo. Soy como la vieja duquesa Brunner, personaje de la novela La piel del tambor, de Arturo Pérez-Reverte, quien a sus 80 años se convirtió en pirata cibernética y tuvo la osadía de navegar en la computadora personal del Papa. Y pues aquí me tienen, a la orden con mi página y sus redes, porque es social y en ella puede participar todo mundo. Haga la prueba. Comuníquese. Y punto.

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